VÍCTIMAS DEL CONFLICTO VASCO (Manuel Montero)

Si socialmente no hay un relato democrático del daño que ha causado el terrorismo, resulta inimaginable que el País Vasco entre en una fase de normalización política. Esa narración exige cuando menos dos elementos: la condena a los terroristas y el reconocimiento a sus víctimas -eso como mínimo, pues cabría pensar también en censurar la práctica de mirar hacia otro lado, que no ha sido neutral-. Pues bien: en esto las cosas están muy verdes, por mucho optimismo antropológico que le echen los convencidos de que se ha superado ya la larga noche del terror. Bildu, la gran esperanza blanca, no muestra síntomas de pedir el fin de ETA, menos aún de condenar sus crímenes. Y ha sorprendido la saña con que ha abordado la cuestión de las víctimas: su solidaridad con los presos terroristas y su entorno, que han escenificado como si formasen parte de él; y su alejamiento brutal respecto a las víctimas que ha causado el terror. Algunos hasta se han escandalizado, pese a la larguísima experiencia histórica sobre la bajeza de miras de esta parte del espectro político, que se pretende reciclada.


Incluso han estrenado en la vía pública una nueva expresión: «víctimas del conflicto vasco». Hasta la fecha sólo la usaban en escritos de consumo interno, para decirse que las víctimas son los suyos y no las que señala la democracia y el sentido común, quienes han sufrido el terrorismo; o para admitir que todos son víctimas en similar medida, aunque les merezcan más consideración los terroristas. El latiguillo, nueva frase hecha, es de los que puede hacer fortuna en la política vasca. Tiene todos los ingredientes para ello: resulta ambiguo, tiene diversas lecturas y suena políticamente correcto y hasta generoso. Además, es seguramente el mayor reconocimiento a las víctimas que se pueda esperar de Bildu.

La expresión constituye una indecencia. Equipara al criminal y a su víctima. Busca dar la misma consideración pública a quienes han sufrido el terrorismo -asesinados, heridos, extorsionados, exiliados- y a los terroristas que han sido detenidos por sus crímenes. Tal equiparación, que plantea igual consideración como víctimas a los asesinos y a los asesinados, sugiere un conflicto vasco que trasciende a la voluntad humana y que provoca daños en ambos lados. Quienes han decidido y perpetrado los atentados quedan así exculpados, pues no han hecho sino cumplir sus obligaciones históricas. Las víctimas, por lo mismo, adquieren connotaciones de corresponsabilidad. Lo son por lo que han hecho. Todos, en suma, serían víctimas de un mismo conflicto. Si acaso las víctimas terroristas tendrían primacía moral, pues estaban en el lado bueno de la historia, mientras que las víctimas que han sufrido el terrorismo lo habrían sido por servir al Estado opresor, por colaborar con él, por oponerse a la resolución del conflicto.

El ditirambo «víctimas del conflicto vasco» refleja el deterioro ético de sus mentores. Lo peor es que lo dicen y apenas suscita resquemores, como si fuera normal semejante anomalía. La sociedad vasca lo entiende a la primera. No es improbable que sean amplios los sectores que la aceptarían sin más, si con ella se pudiese pasar página y olvidar esta etapa de nuestra historia. Como si no hubiese pasado nada.

Pero sí ha pasado. Por eso no vale la estulticia. Es incompatible con un relato democrático, el de los hechos tal como fueron. La propia formulación del concepto quiere colar gato por liebre: en el fondo, busca que el conjunto de la sociedad vasca reconozca como víctimas a los asesinos. Ya se encargarán ellos de glorificarlos.

Algo va mal en la historia (virtual) «del final del conflicto» en la que estamos metidos desde hace unos meses. En las circunstancias actuales, resulta inimaginable que se imponga socialmente el relato democrático de lo que ha sido el terrorismo, de lo que ha supuesto. Hay una parte de la sociedad vasca -Bildu tiene la cuarta parte de los votos- que, con mayor o menor intensidad pero con algún activismo, considera que los terroristas han sido los héroes; no aceptarán su condena histórica. También es muy amplio el espectro que marcó distancias respecto a las víctimas: en el periodo soberanista fue habitual que los discursos de solidaridad con éstas incluyesen reconvenciones al Estado para que se flexibilizase (o sea, que se rindiese) y referencias a los presos y a tanto sufrimiento -es el esquema que, por otra parte, ha seguido siempre la Iglesia vasca, que sigue teniendo su peso-. No hay que engañarse: los partidarios del reconocimiento a las víctimas y de la condena pública a los terroristas son minoritarios en el terreno político (confiemos que no en el humano). En estas condiciones resulta ilusorio imaginar que se acepte socialmente el discurso que condene a ETA y reconozca a sus víctimas.

Tiene razón el Gobierno Vasco cuando afirma que si no se asume tal relato no llegará la normalidad democrática, nada quedará cerrado y todo podrá empezar de nuevo en cualquier momento. Pero, dadas las circunstancias, la consecuencia obvia del razonamiento es que la normalidad política queda todavía muy lejos. De momento, la pelea ideológica y política la han ganado sectores no democráticos, por lo que resulta ilusorio que pueda establecerse el relato democrático.

La incongruencia central de «los nuevos tiempos» -así llama Bildu a la etapa de su dominio- es que los partidos democráticos han sido derrotados por el terrorismo y su entorno, mientras piensan que han ganado la batalla. De estos polvos volverán aquellos lodos.

FUENTE: DIARIO VASCO, 21-08-2011