COMBATES POR LA HISTORIA (Santiago de Pablo)




El reciente anuncio de 'cese definitivo de su actividad armada' por parte de ETA ha dado lugar a múltiples reacciones. Si, en general, ha predominado el optimismo -consecuencia de la sensación, avalada por indicios fiables, de que esta vez va en serio-, no ha faltado tampoco la lógica preocupación por lo mucho que aún queda por conseguir. Una de las cuestiones que han pasado a primer plano ha sido la necesidad de escribir la historia de ETA, una vez que -esperemos que pronto- la organización terrorista sea definitivamente historia. Se trata de una cuestión esencial porque, más allá del fin de ETA, largamente esperado, la verdadera normalidad democrática sólo puede conseguirse sobre la base de una historiografía que no iguale a víctimas y a verdugos. Es cierto que, en contra de lo que se ha afirmado, no se trata de elaborar el relato de la evolución y del fin de ETA, no sólo porque la historia es mucho más que relato -es narración, pero también explicación-, sino sobre todo porque no habrá, ni debe haberlo, un relato homogéneo, sino acercamientos historiográficos diversos a una realidad compleja.

Como en cualquier acontecimiento, el valor de cada una de esas historias dependerá en primer lugar del método científico utilizado, de su dependencia de fuentes fiables, analizadas con exactitud, así como de una escritura lo más ajustada posible a la realidad. Aunque la objetividad absoluta es irrealizable, sí hay mejores o peores libros de historia, según procuran seguir esas reglas básicas de la investigación, al tiempo que tratan de evitar que las ideas preconcebidas del autor provoquen un tratamiento sesgado de la realidad. Pero, al mismo tiempo, como en toda profesión, el historiador tiene también una ética profesional que, al hablar de determinados temas, le obliga a tratarlos con una mirada moral, distinguiendo a los asesinos -y a quienes durante años han jaleado sus crímenes- de los asesinados, de los amenazados y de sus familias.

En este sentido, en el trabajo historiográfico es tan importante lo que se cuenta -y cómo se cuenta- como lo que se omite. Por ello, cada una de esas historias tendrá que contar no sólo la decisión de ETA de cesar definitivamente en el uso de la violencia en 2011 sino las muchas oportunidades que tuvieron en las décadas anteriores para tomar esta decisión y por qué no lo hicieron. Habrá que explicar cómo es posible que un grupo político que apoyaba una violencia cruel haya tenido el soporte electoral que llegó a alcanzar, aunque luego fuera bajando poco a poco, hasta volver a subir sólo cuando algunos se dieron cuenta de que la violencia no era útil, sin entrar todavía a que fuese éticamente condenable.

Habrá que contar que ETA no tenía nada que ver con un conflicto multisecular entre Euskal Herria y España, sino que fue fruto, en una coyuntura determinada, de decisiones de agentes humanos concretos, a los que objetivamente habrá que llamar terroristas, según la definición acuñada por las ciencias sociales. Habrá que explicar que si ETA desapareció fue en parte porque algunos -a costa quizás de perder sus señas de identidad- le pusieron una pista de aterrizaje que sustituyó a la que había sido insuficiente en el proceso de Lizarra de 1998. También porque la propia ETA se convenció por fin -34 años después de las conversaciones de Txiberta de 1977- de que lo político podía ser más útil que lo militar. Pero junto a esto no podrá olvidarse que el final de ETA fue consecuencia de la presión de los movimientos por la paz que, desde finales de la década de 1980, empezaron a disputar la calle a sus simpatizantes; de la eficacia de la lucha policial, incrementada en los últimos años; de la cooperación internacional, cada vez más enérgica; de una serie de medidas legislativas, judiciales y políticas -en su momento discutidas y discutibles- que se han mostrado más eficaces de lo que muchos pensaron y que fueron avaladas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Aunque no sea cierto que «las víctimas de ETA escribirán la historia», habrá que hablar sobre todo de las víctimas de ETA, con sus nombres y apellidos; de su sufrimiento, de sus familias, del silencio al que se han visto sometidos durante años, de cómo -a diferencia de otros procesos semejantes- no se han producido casos de venganza personal; de cómo las instituciones y la sociedad han cambiado su actitud ante ellas a lo largo del tiempo. Habrá que hablar -por qué no- del GAL y del Batallón Vasco Español, señalando la diferencia numérica y temporal entre sus asesinatos, tan condenables como cualquiera, y los de ETA. Habrá que explicar que en algunos casos -los que estén demostrados por fuentes fiables, como se hace en cualquier investigación histórica- las fuerzas de seguridad cometieron excesos en su lucha contra el terrorismo. Habrá que explicar que el sufrimiento de la madre de un preso es comprensible, pero que su hijo sufría condena por un delito probado, tras un juicio con garantías. Habrá que explicar que hubo otros muertos, pero que no se parecen en nada el caso del terrorista al que le explota una bomba que iba a colocar, o el del que muere, pistola en mano, en un tiroteo con la policía, con el de un inocente asesinado fríamente por pensar de manera distinta.

Habrá que hablar de muchas cosas, que básicamente se reducen a una: a que ETA no imponga su versión de los hechos, recogida por ejemplo en su último comunicado, donde el papel de héroe y el de villano se intercambian. Una versión, que hasta ahora ha sido de consumo interno, pero que no debe imponerse al conjunto de la sociedad.

En definitiva, que lo ganado en los últimos años no se pierda en aras de una reconciliación que, si no se basa en la petición de perdón de los victimarios a las víctimas, en la reparación y en el reconocimiento de la realidad de los hechos, no sería un buen cimiento para integrar en la cultura democrática a quienes hasta ahora se han negado aceptarla.

Santiago de Pablo
Catedrático de Historia Contemporánea de la UPV-EHU

FUENTE; DIARIO VASCO 28 OCTUBRE 2011