La conmemoración del bicentenario de la Constitución de 1812
ha mostrado una vez más cómo puede utilizarse el pasado para justificar el
presente. Los políticos lo hacen a menudo: deforman la historia para adaptarla
a sus propios fines. Y lo pueden hacer escogiendo mitos o lugares comunes que
explican sus argumentos o distorsionando las pruebas para llegar al fin
deseado. Tiran de la historia, porque toca ese día o porque la agenda lo exige,
pero, en realidad, la aproximación que hacen es todo menos histórica, pura
invención.
En el acto oficial que tuvo lugar el pasado 19 de marzo en
el Oratorio San Felipe Neri de Cádiz, tanto Mariano Rajoy como el rey Juan
Carlos se refirieron a la labor realizada por aquellos diputados como fuente de
inspiración para afrontar las dificultades actuales. El pasado hecho presente,
aunque sólo en las partes que cumplen la función deseada. La Constitución de
1812 sería “un eslabón decisivo en el esfuerzo para la liberación de la Patria”
(palabras del Rey) o “una de las mayores aportaciones a la cultura política
universal” (Rajoy). Ocurrió, sin embargo, que fue derogada muy pronto por un
rey Borbón y que un sector muy importante de aquella sociedad, de esos que se
supone querían liberar a la Patria, encabezados por la nobleza y la Iglesia
católica, lo que defendieron fue restaurar el absolutismo y mandar a la
soberanía nacional a la cárcel y al exilio.
El principio de soberanía nacional, que entonces significaba
el reconocimiento de que el poder residía en la nación, el conjunto de
ciudadanos, sin distinción de los privilegios que otorgaba el Antiguo Régimen a
los estamentos, era la base del liberalismo frente a la monarquía absoluta. Se
trataba de limitar la autoridad del rey, separar los poderes, suprimir los
privilegios y reconocer las libertades y derechos individuales. Eso era lo
nuevo de la cultura política liberal que había comenzado a nacer en Inglaterra,
en el movimiento de independencia americano y con la revolución francesa. En
vez de subrayar esos valores, reprimidos después durante tanto tiempo, lo que
han destacado los discursos oficiales es la “unidad nacional” y el “espíritu de
concordia”, las motivaciones patrióticas, en suma, que mejor sirven al
presente.
Pese a lo bonita que puede resultar la celebración, no hay
un hilo conductor que una aquel pasado de 1812 con el presente, como si la
historia de España de los siglos XIX y XX hubiera sido una lucha continua del
“pueblo” por mantener sus libertades. La historia dice más bien lo contrario:
las constituciones del siglo XIX que más duraron fueron muy conservadoras y el
siglo XX, hasta 1978, estuvo marcado por las dictaduras y la negación del
constitucionalismo. La Constitución republicana de 1931, en el papel la más
democrática de todas, que otorgó por primera vez el voto a las mujeres e
introdujo, por ejemplo, el matrimonio civil y el divorcio, sufrió ataques
frontales desde el principio y la derecha católica, con José María Gil Robles a
la cabeza, pidió su “revisión total” por ser “tiránica”, “persecutoria”,
“vergonzosamente bolchevizante”, antes de que un golpe de Estado y una guerra
civil la liquidaran. Ninguna institución democrática actual ha querido o se ha
atrevido a conmemorarla, celebrarla cuando cumple años (80 el pasado
diciembre), y menos todavía reconocerla.
Esas declaraciones interesadas sobre la historia,
ampliamente difundidas por los medios de comunicación, contribuyen a articular
una memoria popular sobre determinados hechos del pasado, hitos de la historia,
que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso de las pruebas disponibles,
entendidas en el contexto en que se produjeron. Planteada de esa forma, la
historia rescata tradiciones inventadas desde el presente y proporciona
lecciones morales.
Rajoy apeló a ese pasado glorioso, “celebración de unos
patriotas”, para mostrar “que en tiempos de crisis no sólo hay que hacer
reformas, sino que también hay que tener valentía para hacerlas”. Podría haber
usado el mismo pasado para demostrar que las cosas no tienen por qué ser de la
manera que son ahora, que en tiempos difíciles la gente puede encontrar caminos
de resistencia, que hay alternativas y que algunos avances del pasado
ocurrieron a través de la lucha y el conflicto.
Las visiones históricas están sujetas a revisión y cambios
con el tiempo, porque la historia no es una mera narración de hechos, vacía de
interpretación, sino un análisis del pasado fundamentado en las pruebas
disponibles. Aunque el conocimiento del pasado está limitado por las disputas
entre historiadores, por los diferentes puntos de vista, por la tensión entre
subjetividad y objetividad, lo que debe siempre evitarse es buscar los hechos
más convenientes para apoyar las ideas favoritas.
No situar los hechos en su contexto histórico apropiado
conduce a perspectivas ahistóricas y a leer el pasado con los ojos del
presente. Promover una buena educación sobre la historia quizás parezca ahora
irrelevante, “con la que está cayendo”, frase preferida para evitar cualquier
posición crítica o pensamiento analítico, pero, mientras tanto, las
celebraciones oficiales siguen alimentando relatos míticos, simplificados, para
consumo popular, a mayor gloria del poder.
Julián Casanova es catedrático de Historia
Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.
FUENTE: EL PAÍS, 25 MARZO 2012