Ángel Viñas es uno de los más importantes historiadores
españoles entre los que se han dedicado a investigar la Guerra Civil, la
República y el franquismo. De sus esfuerzos y su inmensa capacidad de trabajo
han salido a la luz conclusiones decisivas para esos tres periodos de nuestra
historia reciente. Incluso, fue uno de los impulsores de un aspecto
metodológico, propuesto por Santos Juliá, que a mí me parece muy feliz, como es
el de marcar que la República y la Guerra Civil son hechos diferenciados
enormemente relacionados pero que no tienen una continuidad obligatoria desde
el punto de vista del análisis.
Esa cuestión marca a fuego uno de
los motivos que más disputas han provocado entre historiadores españoles en los
últimos años. Para los historiadores militantes del franquismo, la guerra no
fue sino el resultado lógico de la trayectoria republicana. Para casi todos los
demás, la guerra fue el resultado de un golpe fallido que no era históricamente
obligatorio, sino consecuencia de la voluntad de una parte del ejército de
romper el régimen republicano para refundar un Estado nacional-católico en
España. Esa es la línea roja que separa al cerrilismo franquista de las muy
diversas aproximaciones que se han producido en torno al asunto.
Contra esta historiografía franquista —a estas alturasmuy
periclitada, por no decir insignificante— se declara en guerra Ángel Viñas
cuando enuncia las bases ideológicas de este volumen en que se reúnen trabajos
de 34 especialistas. Y el motivo más inmediato es la publicación del
tristemente famoso Diccionario
biográfico español de la Real
Academia de la Historia, que incluye junto a intervenciones rigurosas algunas
voces panfletarias amparadas por Gonzalo Anes y Carmen Iglesias. En principio,
solo con ver el plantel de firmantes de este diccionario, que se autodefine de
combate, el empeño parece excesivo, algo así como matar moscas a cañonazos.
Desmontar las visiones franquistas que recoge el diccionario de la RAH no
necesita de esfuerzos mayores. Por eso, hay otro escalón más, que está dedicado
a desarbolar, una vez más, las desvergonzadas versiones de gentes como Pío Moa
o César Vidal sobre los tres periodos analizados. Algo que ya hizo, con enorme
ponderación, en su momento, Enrique Moradiellos y que hicieron también algunos
más cuando los best sellers reaccionarios ocuparon las estanterías de
los comercios.
Pero hay un tercer escalón que me parece que es el
sustancial, por mucho que no figure entre las intenciones que Viñas fija en el
prólogo y el mismo Viñas, acompañado por Alberto Reig Tapia, desgrana en los
dos últimos capítulos del volumen. En realidad, al leer estos dos fragmentos,
la intención del libro parece mayor, parece marcada por el impulso de definir
las líneas rojas que no pueden ser traspasadas por nadie a riesgo de caer etiquetado
en el club de los reaccionarios neofranquistas. Y aquí vienen los problemas
internos de coherencia, y los externos cuando, como si de censores se tratara,
avisan a todos los demás de hasta dónde se puede llegar. Reig Tapia se atreve
incluso a definir a los que no sean obedientes con lo que a él le parece un
ingenioso neologismo: son historietógrafos.
El problema de la coherencia interna lo provoca el que la
gran mayoría de los autores invitados a participar en el combate no están por
la labor, sino que hacen un honroso resumen de sus trabajos anteriores, casi
sin excepción a la altura de lo que se pide en un buen manual. José-Carlos
Mainer, Joan Maria Thomàs, Enrique Moradiellos, Ferran Gallego, Paul Preston,
Ángel Viñas y muchos otros entre esa extensa nómina de autores hacen un retrato
muy pertinente del state of the art de las investigaciones que siguen
sucediéndose sin pausa sobre los tres periodos. Buenos resúmenes a modo de
manual y, por supuesto, dado lo limitado del espacio y la urgencia del
acontecimiento, no investigaciones novedosas. Pero sí útiles y precisas casi en
todos los casos. Ese trabajo no va más allá de los límites que cada uno se
marca. Casi ninguno de ellos intenta señalar dónde acaba la decencia y dónde
empieza la miseria. Cuentan, y bien, lo que saben, lo que han investigado
durante muchos años. Pero su participación está metida dentro del envoltorio,
dentro del bocadillo que forman la introducción y los capítulos finales. Yo
dudo mucho de que la mayoría de los autores del libro se sientan identificados
con la arrogancia insultante que destilan esos capítulos. Y me consta, desde
luego, que muchos no coinciden en absoluto con las líneas rojas que se trazan
para estar dentro de la corrección política que definen.
Hay tres asuntos que, desde mi punto de vista, muestran la
obsesión de los combatientes y que forman parte de las cuestiones que sí son
muy discutibles y, por tanto, ya que vivimos en una sociedad democrática, están
siendo discutidas por historiadores que no son franquistas y se tienen bien
ganado el sueldo de rigurosos.
El primero de ellos es el de la necesidad (no se sabe por
qué) de definir a Franco como el más sanguinario de los dictadores. Pues sí, es
algo que cualquiera escucha y no se conmueve. Sus cifras de asesinatos son para
figurar bien destacadas en el ranking universal de la crueldad. Pero
intentar convencernos de que fue más cruel que Hitler y solo menos que Stalin
es difícil, y más lo es si nos atenemos al argumento de que su represión fue
mayor que la que ejerció el nazi contra sus connacionales antes de la guerra.
Franco mató más comunistas, socialistas y demócratas que Hitler, es cierto.
Pero desligar a Hitler y su maniaca pulsión asesina por periodos es abusivo:
Hitler exterminó a diez millones de eslavos y a casi otros tantos judíos. Por
mucha inquina que se le tenga a nuestro canalla, hay que reconocer que no llegó
a tanto. Y Franco mató en la represión durante la guerra y los seis años
posteriores a mucha más gente que Mussolini y Hitler antes de la guerra por
razones políticas. Las cifras comparativas son desmesuradas en contra de
Franco. Lo que pasa es que también son arbitrarias en el uso, porque un
“historietógrafo” cualquiera podría decir que la República que presidió Azaña
fue peor que el régimen de Hitler porque también en la retaguardia republicana
se mató a más opositores que en la Alemania hitleriana. Peras y manzanas. Hay
que saber tratar magnitudes homogéneas. Sobre esto el acuerdo podría ser muy
fácil y no exige mucho despliegue científico de cifras que se manejan a
capricho: Franco fue un descomunal asesino. ¿Necesitamos las comparaciones con
Hitler para convencer a nadie o nos basta con sus propias cifras?
Otro de los tópicos recurrentes en esta historia de combate
es el de asentar la tesis de que la represión republicana fue, casi siempre, obra
de descontrolados. Paracuellos, que es el hecho paradigmático de esa represión,
es, para los ideólogos de la obra, una excepción. Sin embargo, historiadores no
franquistas han avanzado mucho en una incómoda evidencia: en la retaguardia
republicana hubo una serie continuada de acciones que respondían a la
planificación. No estaban planificadas por el Gobierno, y mucho menos, por
Azaña, pero en ellas participaron grupos políticos y sindicales que defendían a
la República y tenían, incluso, responsabilidades de gobierno. El ministro
caballerista Ángel Galarza, el ministro anarquista Juan García Oliver, los
comunistas Margarita Nelken o Santiago Carrillo no fueron ajenos a lo que
sucedía en las calles de Barcelona o Madrid entre julio y diciembre de 1936. En
este segundo asunto, la ira de nuestros combatientes cae sin ningún rigor y con
especial inquina sobre un historiador inglés de origen español (republicano),
Julius Ruiz, autor de un discutible en algunos puntos, pero magnífico y
documentadísimo estudio sobre la represión en el Madrid revolucionario de 1936,
aunque aparecido con el desafortunado título de Terror rojo. Ruiz se
lleva la palma de los epítetos por sus incómodas tesis. Como si fuera un Moa.
El tercero de los tópicos que define otra línea roja es el
de que Franco quería una guerra larga para así poder matar mejor, más a gusto.
Fue una idea de Dionisio Ridruejo, expandida por Juan Benet y adoptada por Paul
Preston e Hilari Raguer. La idea no casa bien con el hecho de que Franco siguió
matando a buen ritmo una vez acabada la guerra. Pero, sobre todo, está basada
en el deseo de hacer su figura más repulsiva. La documentación que reposa en
los archivos militares demuestra que no fue así, demuestra con rotundidad que
el llamado caudillo tuvo que hacer una guerra larga porque enfrente tenía un
ejército que le plantó cara. Además, no era un genio de la guerra, pero tenía
con él buenos técnicos a los que gobernaba con su visión política. Ni qué decir
tiene que está perfectamente documentado que Franco intentó tomar Madrid
durante toda la guerra. No pudo o no supo. Pero querer, quería.
Hay, por tanto, una triple lectura en el libro. Lo mejor es
que casi todos los textos componen un buen manual. Lo que debe ser puesto en
duda es que haya que aceptar ni una sola prohibición de las que arbitrariamente
se marcan para pertenecer al selecto club de los combatientes, ni aceptar el
reduccionismo que lleva a considerar de un plumazo como neofranquista a
cualquier disidente de las normas básicas aquí marcadas. Sobre estas líneas
rojas que se trazan con tanto vigor, cabe recordar los versos de Quevedo: “No
he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo”.
En el combate por la
historia. La República, la Guerra Civil, el franquismo
Ángel Viñas (editor)
Pasado y Presente.
Barcelona, 2012
973 paginas. 33 euros
FUENTE: EL PAÍS (Jorge M.
Reverte), 14 ABRIL 2012