Julián Casanova y Carlos Gil
Andrés profundizan en los hechos más relevantes de nuestro
pasado reciente. Uno de ellos fue la opción tomada por don Juan Carlos
desde su coronación.
Juan Carlos I pronuncia su primer discurso como rey tras prestar juramento ante las Cortes. / EUROPA PRESS |
A las 12 horas y 35 minutos del 22 de noviembre de 1975, los
acordes del himno nacional anunciaron la entrada del príncipe Juan Carlos de
Borbón y Borbón, vestido con el uniforme de capitán general, en el hemiciclo de
las Cortes. En su interior, puestos en pie, le esperaban los miembros del
Gobierno, los procuradores y consejeros nacionales y los invitados que llenaban
la tribuna superior. Después de ocupar el sitio de honor dispuesto en la
presidencia del estrado, el presidente de las Cortes y de los Consejos del
Reino y de Regencia, Rodríguez de Valcárcel, procedió a tomar juramento al
nuevo rey según lo dispuesto en la Ley de Sucesión de la Jefatura del Estado:
"Juro por Dios y sobre los Evangelios cumplir y hacer cumplir las Leyes
Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el
Movimiento Nacional". A continuación, Juan Carlos I pronunció su primer
mensaje dirigido a la nación, un discurso de apenas doce minutos que contenía
referencias esperanzadoras. El monarca declaró el inicio de "una nueva
etapa en la historia de España", manifestó su deseo de alcanzar un
"efectivo consenso de concordia nacional" y su intención de integrar
a "todos los españoles", admitió la existencia de
"peculiaridades regionales", la necesidad de realizar
"perfeccionamientos profundos", el "reconocimiento de los
derechos sociales y económicos" y la apuesta decidida de la Corona por la
integración en Europa.
Pero esas frases no fueron las más
celebradas por los concurrentes. La crónica de La Vanguardia recogió
el detalle de la duración de los aplausos que interrumpieron el discurso del
Rey. Treinta segundos cuando recordó con respeto y gratitud la figura de
Francisco Franco, diez segundos después de invocar el buen nombre de su familia
y la tradición monárquica de cumplimiento del deber y de servicio a España,
diecisiete segundos cuando subrayó "las peculiaridades nacionales y los
intereses políticos con los que todo pueblo tiene derecho a organizarse de
acuerdo con su propia idiosincrasia". La interrupción más larga, treinta y
cinco segundos, llegó después de que el Rey recordara la lucha "por
restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio", una de sus
más firmes convicciones. Los últimos aplausos no fueron para él. Al terminar el
discurso, y después del grito unánime de "¡Viva España!", todos los
procuradores y consejeros nacionales se volvieron hacia la tribuna de invitados
para ovacionar durante veinte segundos a Carmen Franco Polo, "un último
homenaje al Generalísimo Franco". En el mismo periódico, el dibujante Máximo
San Juan publicó una viñeta con un mapa de España con terciopelo bordado sobre
el que descansaba la corona y el cetro, y añadió un texto que resumía bien las
esperanzas y las preocupaciones de quienes, fuera del hemiciclo, esperaban
encontrar en las primeras palabras del Rey gestos que pudieran interpretarse
como una apuesta por el cambio hacia una sociedad democrática.
(...) Pocos signos de cambio se pudieron ver en esos días.
En el salón de columnas del Palacio de Oriente seguía abierta la capilla
ardiente de Franco. Según las crónicas, ya habían pasado más de trescientas mil
personas a despedir al dictador, y en las tiendas de confección de Madrid se
habían agotado las existencias de corbatas negras. El mensaje del Rey a las
Fuerzas Armadas, "salvaguarda y garantía" de las Leyes Fundamentales,
volvía a hablar de las "virtudes de nuestra raza" y prometía la
defensa "a cualquier precio de los enemigos de la Patria". Al día
siguiente, el domingo 23 de noviembre, en el funeral de Estado, el cardenal primado
de España y arzobispo de Toledo, Marcelo González Martín, recordó la comunión
de la espada que Franco entregó un día al cardenal Gomá y la cruz que iba a
coronar su tumba, dos símbolos que habían protagonizado "medio siglo de la
historia de nuestra patria", y subrayó el deber de conservar la
"civilización cristiana, a la que quiso servir Francisco Franco, y sin la
cual la libertad es una quimera" y que el hombre muere "ahogado por
un materialismo que envilece". Entre los mandatarios extranjeros, ausentes
los representantes de las democracias europeas, destacaba la capa gris del
general Augusto Pinochet. El dictador chileno alabó al "Caudillo que nos
ha mostrado el camino a seguir en la lucha contra el comunismo", contra
"el marxismo que siembra el odio y pretende cambiar los valores
espirituales por un mundo materialista y ateo".
El recuerdo permanente de la Guerra Civil presidió el
funeral del "Generalísimo". El cortejo fúnebre que salió del Palacio
de Oriente llegó hasta el Arco de Triunfo de la Ciudad Universitaria y desde
allí emprendió el camino hacia la basílica de la Santa Cruz del Valle de los
Caídos. La multitud congregada en la explanada exterior entonó el Cara al
sol, el Oriamendi y el himno de la legión, con la presencia
destacada de grupos de ex combatientes, que iban a ser recibidos por el nuevo
Rey en su primera recepción oficial. En el interior del templo, detrás del
altar mayor, esperaba la fosa abierta junto a la tumba de José Antonio Primo de
Rivera.
(...) Lo que entonces empezaba no tenía un curso fijo ni un
plan determinado. Había tanta ilusión esperanzada y expectación como ambigüedad
e incertidumbre. Todo el mundo, dentro y fuera de España, salvo los nostálgicos
del espíritu del 18 de julio, reconocía que se iba a abrir una nueva época
histórica, que a corto o a medio plazo el cambio político sería inevitable,
pero eran muy pocas las coincidencias en torno a la manera de llevar adelante
ese proceso, quiénes serían sus protagonistas y cuál sería su alcance y
resultado final. Desde luego, el grueso caparazón del régimen franquista que
controlaba el poder no contenía el embrión de la democracia y tampoco el nuevo
jefe del Estado ofrecía las mejores garantías. Al PSOE no le había sorprendido
el mensaje del Rey en las Cortes, que a su juicio renovaba su compromiso con la
dictadura. En octubre del año anterior, el congreso del partido había subrayado
su apuesta por la república como forma de Estado. Para Santiago Carrillo, el
dirigente del PCE, el nuevo monarca pasaría a la historia como Juan Carlos
"el breve". En aquellos momentos, la oposición democrática no se
planteaba otro escenario que no fuera el de la ruptura política, la
movilización social y la constitución de un Gobierno provisional sin ataduras
con el pasado.
En el discurso de su proclamación, el Rey había basado su
legitimidad en tres principios diferentes: la tradición histórica, las leyes
fundamentales del Reino y el mandato del pueblo. Pero lo cierto es que la
corona no le llegaba por sucesión real -el derecho al trono seguía en manos de
su padre, don Juan, que permanecía en el exilio- y que los parlamentarios que
le escuchaban en las Cortes no representaban, ni mucho menos, la voluntad de la
soberanía nacional. Su única legitimidad en esos momentos, por tanto, procedía
del testamento político del dictador, de la legalidad franquista vigente. Si
quería salvaguardar la monarquía, tenía que servirse de ella para iniciar un
proceso de reforma, controlado desde el interior de las instituciones, que
permitiera la creación sin sobresaltos de un régimen representativo homologable
dentro del marco político europeo. Un difícil equilibrio entre la continuidad y
el cambio.
Historia de España en el siglo XX, de Julián Casanova y
Carlos Gil Andrés. Ediciones Ariel. Precio: 29,90 euros.