Los años convulsos que van desde 1931 hasta 1936 se han
convertido en una lucha partidista de interpretaciones
La
convulsa Segunda República española, entre abril de 1931 y julio de 1936,
se ha convertido en uno de esos asuntos históricos enfangados en continuas
batallas políticas y culturales. Parte de un pasado que no termina de pasar,
refleja las preocupaciones de los sucesivos bandos en conflicto y sella sus
identidades partisanas. Lo cual afecta, de manera inevitable y no siempre
positiva, a los historiadores. Como se ha señalado a
propósito de la revolución soviética de 1917, cuéntame qué opinas de la
República y te diré quién eres.
En ese breve periodo democrático se
dan cita algunos elementos clave en cualquier interpretación acerca de la
España contemporánea. Antecedente
inmediato de la Guerra Civil y de la
dictadura de Franco, a él se acercan quienes intentan dilucidar por qué
aquí no cuajó la democracia y a qué fuerzas hay que atribuir la responsabilidad
en la tragedia. Naturalmente, las izquierdas y las derechas acusan a los
predecesores de sus contrarias y absuelven a los propios. Una
pugna histórico-política que se ha enconado en las últimas décadas y ha
enrarecido el clima historiográfico hasta extremos antes inimaginables.
Para empezar, bajo la bota franquista se permitían pocas
dudas: la República no era más que la culminación de una historia desgraciada,
la del liberalismo español, que había traicionado las esencias nacionales y se
había entregado a revolucionarios y separatistas, lo cual justificaba el levantamiento
militar de 1936. En aquellos tiempos grises, los escasos historiadores que
se ocupaban de la época y
no se dedicaban a la propaganda vivían fuera del país. Entre ellos
figuraban defensores de los republicanos y socialistas que habían diseñado el
programa —educativo, social y agrario, civilista, secularizador— de 1931, pero
también observadores moderados que guardaban las distancias.
Conforme se abrió paso la democracia en los setenta, el
panorama cambió de forma substancial, pues desde entonces proliferaron las
publicaciones y los coloquios, los cursos y los programas de radio y
televisión, mientras el ambiente político animaba a no repetir los errores
pretéritos y pasar página. Aquel florecimiento historiográfico, que con
altibajos duró más de dos decenios, no sólo multiplicó las contribuciones, sino
que puso asimismo a los académicos autóctonos al mismo nivel que los
hispanistas. Se asentaron enfoques que aconsejaban contemplar la etapa en toda
su complejidad y no tener a la República por un mero plano inclinado hacia la
contienda. Y, cosa notable, fue posible el diálogo entre gentes de ideologías distintas,
que no confundían su proximidad a una u otra tendencia con la fe ciega en sus
bondades.
Sin embargo, a finales de los
noventa, cuando la historia se transformó de nuevo en arena de combate
político, ese entendimiento se vino abajo. Abrieron fuego pseudohistoriadores
que recuperaron viejas tesis de regusto franquista: las
izquierdas tuvieron la culpa de todo y la guerra comenzó no en 1936, sino en
1934, cuando se sublevaron contra un Gobierno en el que entraban los
católicos. La democracia no era tal y Franco salvó a España del comunismo. Lo
burdo de sus argumentos, acorde con sus métodos de investigación, no impidió
que vendieran muchos libros y llenasen grandes espacios mediáticos. El público
de derechas seguía ahí, dispuesto a comprar, con ropajes diferentes, las
diatribas ya conocidas.
Por otro lado, los
movimientos para la recuperación de la memoria histórica reivindicaron la
herencia republicana, la de los perdedores de la guerra, demandaron
reparaciones y proyectaron hacia atrás una visión idealizada de la República.
Más que comprender qué había ocurrido, se trataba de enarbolar emblemas
progresistas, lo mismo que en las manifestaciones contra los Gobiernos del
Partido Popular ondeaban por miles las banderas tricolores. Según estas
versiones, los partidos y sindicatos de izquierda se habían comportado como
demócratas irreprochables y merecían más y mejores homenajes. Como si
republicanos, socialistas, nacionalistas, anarquistas y comunistas hubieran
remado siempre juntos y en la misma dirección.
Las posturas se radicalizaron cuando, ya entrado nuestro
siglo, el Gabinete socialista, decidido
a integrar el legado republicano en la España constitucional, impulsó una
ley de reparaciones que, aunque prudente, desató una intensa pugna. Nada
la ejemplificó mejor que la batalla simbólica de esquelas en la prensa, en
la que cada cual recordaba a sus muertos. Y así estamos. Los conservadores
repiten, día sí y día también, que hay que mantener cerradas las heridas, al
tiempo que incumplen la ley y contraponen la Transición modélica al caos
republicano. Por su parte, las nuevas izquierdas elogian al pueblo de 1931 y al
que frenó al fascismo en 1936. La súbita crisis de la
Monarquía les hizo soñar con una Tercera República, espejo de la Segunda,
pero su despertar no ha borrado las trincheras cavadas en torno a las
respectivas legitimidades.
Entre tanto, la historiografía se ha enriquecido con un
sinfín de artículos, libros y congresos, impulsada a menudo por profesionales
españoles que se mueven con soltura en las universidades europeas. Se han
refrescado temas clásicos, como las biografías, las elecciones o las reformas;
y también se atiende a otros actores, desde las mujeres hasta los guardias
civiles, al tiempo que la historia cultural ilumina los discursos, las
movilizaciones o la violencia política. Los estudios locales ya no son
localistas, sino que emplean el microscopio para desentrañar fenómenos de largo
alcance.
No obstante, los especialistas en la República tienden hoy a
alinearse en facciones enfrentadas a cara de perro. Poco queda de los foros
donde un general vencedor podía conversar con un antiguo exiliado. Ahora lo
habitual es descalificar a quienes sostienen otras posiciones, porque se supone
que su militancia progresista les impide ver la realidad o porque cualquier
melladura en los mitos republicanos se juzga como un retorno a las ideas del
franquismo. No basta con discutir las opiniones de los otros, sino que además
hay que tacharles de deshonestos. Abundan los albaceas de personajes y causas
del pasado, mientras algunos medios instrumentalizan las investigaciones
universitarias para alimentar la controversia. Hasta ha entrado en escena, con
un toque surrealista, la Fundación Francisco Franco. La política maniquea
pervierte el conocimiento de la historia, y este, como la calidad de nuestros
debates, sale perdiendo.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense
FUENTE: EL PAÍS, 16 JULIO 2017