Queipo de Llano encontró focos de resistencia en los barrios obreros de Sevilla. En la imagen, dos vecinas lloran por la muerte de sus familiares, ejecutados en una calle de Triana. |
Los horrores de la guerra civil siguen saliendo
a la luz. Lejos del frente hubo casi tantos muertos como en las batallas. Una
represión salvaje contra inocentes que Paul Preston
denuncia ahora en 'El holocausto español'.
El capitán Manuel Díaz Criado no admitía peticiones de
clemencia. Admitía, eso sí, la visita de mujeres jóvenes. En la aterrorizada
Sevilla de agosto de 1936, tomada ya por tropas sublevadas contra el Gobierno
republicano, Díaz Criado disfrutaba a sus anchas día y, sobre todo, noche.
"Después de la orgía, y con un sadismo inconcebible, marcaba a voleo con
la fatídica fórmula 'X2' los expedientes de los que, con este simplicísimo
procedimiento, quedaban condenados a la inmediata ejecución", relató un
antiguo gobernador civil. Quienes pululaban a su alrededor le consideraban
"un degenerado" que rentabilizó su misión represora para "saciar
su sed de sangre, enriquecerse y satisfacer su apetito sexual".
Ese mismo agosto, Pascual Fresquet Llopis, matón de la
anarquista FAI, se afanaba en ser digno merecedor del nombre de su patrulla: la
Brigada de la Mort. Desde Caspe (Zaragoza) comandaba operaciones de limpiezaideológica
en el Bajo Aragón, Teruel y Tarragona, rastreando derechistas a los que
ejecutar. La brigada se desplazaba en un autobús de 35 plazas, conocido como el cotxe
de la calavera, el mismo símbolo que lucían sus ocupantes en las gorras.
Donde los inocentes veían matanzas, Fresquet veía actos de "justicia"
revolucionaria. Cuando la CNT decidió frenar sus crímenes, en octubre de 1936,
habían asesinado a 300 personas.
Díaz Criado y Fresquet son algunos de los numerosos
depravados con poder que entre 1936 y 1939 contribuyeron a que ocurriese algo
salvaje: las víctimas causadas lejos del frente (200.000) casi se equipararon
con las bajas del campo de batalla (300.000). La crueldad hermanó a individuos
enfrentados, pero no igualó los acontecimientos. Ni por alcance, ni por
duración, ni por origen. El alcance: por cada muerto en zona republicana (casi
50.000) se registraron tres en la franquista (entre 130.000 y 150.000). La
duración: los crímenes rojos se concentraron en los primeros cinco
meses de la guerra, hasta que el Gobierno se rehizo y recobró las riendas,
mientras que el terror franquista siguió hasta el final y se adentró en la
posguerra. El origen: el exterminio del enemigo -o del sospechoso de serlo
formaba parte del plan de los golpistas para doblegar a la población y arrancar
la raíz del mal; por el contrario, las autoridades republicanas combatieron a
los colectivos extremistas que ajusticiaban por su cuenta aprovechando el
colapso del Estado ocurrido tras el 18 de julio. Huelga añadir que unos habían
dado un golpe de Estado y otros defendían un Gobierno democrático.
Al espanto de la retaguardia durante la Guerra Civil
viaja el hispanistaPaul Preston (Liverpool,
1946) en su nuevo libro, El holocausto español(Debate), donde se recogen
las fechorías del capitán Díaz Criado y el matón Fresquet. Y, aun sin
conocerlo, el ensayo de Preston también habla de la vida de Valentín Trenado
Gómez (Puebla de Alcocer, Badajoz, 1917), que pagó su paso por la milicia
republicana con 12 años de encierro en campos de concentración y cárceles. En
1936, el joven Valentín tenía más deseos de divertirse que de hacer la
revolución. Hay acontecimientos que, sin embargo, no preguntan. Así que, tras
el golpe, recibió un fusil y la orden de dirigirse al frente. "No había
cogido un fusil en mi vida", revive ahora en su piso de Sevilla. Pasó la
guerra en Extremadura, le hicieron sargento y, cuando recibió la orden de
rendirse, caminó igual de obediente hasta Ciudad Real, donde entregó un fusil
que para entonces era un viejo conocido. Tras un consejo de guerra, en Sevilla
le destinaron a la construcción de un gigantesco canal para regar latifundios
de amigos de la causa franquista. Pasaba hambre y miedo, dormía en barracones.
En Tetuán le hicieron picar piedra para una carretera. "No había más paga
que la comida: lentejas, patatas y calabaza", recuerda Valentín Trenado,
consciente de una etiqueta que incomodaría a otros: es ya uno de los pocos
supervivientes de la guerra, "el último rojo", le dice su médico.
La biografía de Valentín demuestra que, para los vencidos,
no hubo paz, ni piedad, ni perdón. El ensayo de Preston delata la fragilidad de
la capa civilizada que recubre a una sociedad. Incomodará, empezando por su
título ("Un holocausto es la masacre de un pueblo. Y yo diría que el
sufrimiento y el dolor del pueblo español justifican ese título",
defiende) y siguiendo por su contenido: los teóricos y los ejecutores del
exterminio de las izquierdas, los robespierres revolucionarios, los
alimentadores de checas (centros de detención y tortura en zona republicana) y
los pequeños héroes tienen nombre y apellidos. Una gran síntesis histórica
sobre el drama de la retaguardia que, poco a poco, se va desvelando sin miradas
parciales. La dictadura aireó los excesos republicanos y silenció los suyos.
Tras la muerte de Franco, en 1975, los historiadores comenzaron a buscar otras
piezas del puzle para recomponer los hechos. Con dificultades: faltan
documentos y abundan fosas cerradas. Pero el puzle, empujado por investigadores
y asociaciones de memoria histórica, progresa.
Lo que aflora, estremece.
"Dejando de lado la guerra civil rusa y las dos guerras mundiales, en
términos relativos, la española fue una sangría sin paralelo en Europa",
subraya el historiador Ángel Viñas.
Lo averiguado hoy nada tiene que ver con la verdad oficial
asentada cuando Preston era un estudiante que sobornaba a bedeles de la
hemeroteca en Madrid para leer diarios de la Segunda República para su tesis.
El fantasma de la represión le rondó en sus investigaciones sobre el siglo XX
español hasta que en 1998, el año en que publicó Las tres Españas del 36,
comenzó a recopilar material y tejió una red de contactos con los historiadores
que le han mantenido al día de cada avance. Desde 2003, el libro se ha comido
toda la energía del profesor de la London School of Economics. También sus
emociones. En su casa de Londres, mientras toma café en una taza donde se puede
leer "No pasarán", en honor de las Brigadas Internacionales, el
hispanista confiesa que lloró a menudo. "La inmensa mayoría de los que
murieron, donde fuera, no tenían que haber muerto. No me había dado cuenta
hasta este libro de la represión en zonas donde no hubo resistencia. Hay una
crueldad tan gratuita que el coste emocional ha sido altísimo". "Mi
esperanza", añade, "es que se pueda leer como una contribución a la
reconciliación, lo que no quiere decir olvido, sino comprensión".
Preston cree que un historiador suma varias actitudes. Una
es la detectivesca, otra, la de empatizar con los demás. Sabiendo esto es fácil
entender por qué su esposa, Gabrielle, le encontraba llorando con frecuencia al
volver del trabajo. ¿Qué otra cosa puede hacer alguien cuando se pone en la
piel del doctor Temprano o de Amparo Barayón para reconstruir el derrumbe de
sus vidas?
Tras la ocupación de Mérida por los rebeldes, se dejó
en manos de Manuel Gómez Cantos, un brutal guardia civil, la supervisión de lalimpieza. Preston
narra su retorcida triquiñuela: "A diario, durante un mes entero, Gómez
Cantos recorrió el centro de la ciudad en compañía del doctor Temprano, un
republicano liberal, para tomar nota de quienes lo saludaban. De esta manera
identificó a sus amigos y pudo detenerlos, tras lo cual él mismo mató al
doctor".
Ramón J. Sender, escritor de éxito y de izquierdas, y su
esposa, Amparo Barayón, estaban de vacaciones en Segovia con sus dos hijos en
julio de 1936. El novelista regresó a Madrid. Amparo y sus hijos se refugiaron
en su Zamora natal por considerarlo un lugar más seguro. El 28 de agosto,
Amparo, junto a Andrea, su bebé de siete meses, fue encarcelada por el delito
de protestar por la ejecución de su hermano.
La maltrataron, la vejaron y, el
día antes de ejecutarla, le arrancaron a su hija de los brazos para internarla
en un orfanato católico.
Es probable que el historiador también hubiera llorado con
el testimonio de Mercedes, el nombre falso de una anciana real que perdió a 18
familiares. En el pueblo de Toledo donde ocurrieron los hechos, hace unas
semanas revivía lo ocurrido: "En el 36 yo tenía 12 años. Echaron al río
Tajo a los dos primeros tíos que mataron, pero el cuerpo de mi tío médico
orilló en un pueblo y el forense lo reconoció porque habían sido compañeros de
estudio. Al terminar la guerra nos lo entregó. Eran forasteros los que venían a
asesinar a la gente que señalaban los del pueblo. A otros tíos los mataron
detrás del cementerio. A mi padre lo dejaron morir desangrado, después de
tirotearlo por intentar escapar. Yo creo que Dios quiso mucho a mi abuela
porque murió el 22 de enero de 1936 y no vio lo que les esperaba a sus 14
hijos".
Las mujeres de la familia sobrevivieron con el alma en vilo,
entre amenazas y humillaciones. "Nos llamaban los cuervos negros porque
íbamos de luto, a veces venían milicianos a exigir que les diéramos cena y
cama, y acabaron echándonos del pueblo". Salieron adelante gracias a
gestos solidarios (recibían pan gratis a hurtadillas) y a bordados a destajo de
hoces y martillos para la ropa de hombres que odiaban.
Al final de la guerra volvieron al pueblo, enterraron con
honores a sus muertos y acudieron a los consejos de guerra como espectadoras. A
veces, Mercedes se encuentra a cómplices de los verdugos en el centro de salud
o en la carnicería.
Los vencidos no pudieron enterrar a sus muertos ni
pedir justicia. Ya con Franco en el poder, unos 20.000 republicanos fueron
ejecutados, entre ellos Lluís Companys, a pesar de que había salvado a millares
de religiosos y otros amenazados por la furia revolucionaria mientras presidió
la Generalitat de Cataluña (10.000 personas salieron en barco gracias a sus
pasaportes). Después de muerto, un tribunal confiscó los bienes de la familia
Companys y se los adjudicó al Estado. La represión se heredaba. Una anomalía
que ya habían anticipado los rebeldes durante la guerra en Burgos, donde
Preston ubica el fusilamiento de varias mujeres por el "derecho de
representación" de sus maridos huidos.
A las mujeres no bastó con matarlas. Falangistas y soldados
usaron con saña la violencia sexual, aunque resulta imposible delimitar su
impacto: la violación se borraba a menudo con el asesinato. Preston diferencia
la actitud en zona republicana, donde las agresiones sexuales fueron aisladas,
y en zona rebelde, donde los mandos militares alentaron los abusos.
"Legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que
significa ser hombres de verdad. Y a la vez a sus mujeres. Esto es totalmente
justificado porque estos comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora
sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a
librar por mucho que berreen", inflamaba en sus discursos radiofónicos
Queipo de Llano.
"La colosal diferencia entre ambas zonas", señala
Preston, "tiene que ver con que uno de los principales fundamentos de la
República era el respeto hacia las mujeres. En la zona rebelde, la violación
sistemática por parte de las columnas africanas se incluye en el plan de
imponer el terror". Durante dos horas, las tropas disponían de libertad
plena para dar rienda suelta a instintos salvajes en cada localidad
conquistada. Las mujeres entraban en el botín. Preston describe la escena que
presenció en Navalcarnero el periodista John T. Whitaker, que acompañaba a los
rebeldes, junto a El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército
franquista, ante el que conducen a dos jóvenes que aún no habían cumplido 20
años. Una era afiliada sindical. La otra se declaró apolítica. Tras
interrogarlas, El Mizzian las llevó a una escuela donde descansaban unos 40
soldados moros, que estallaron en alaridos al verlas. Cuando Whitaker protestó,
El Mizzian le respondió con una sonrisa: "No vivirán más de cuatro
horas".
El periodista John T. Whitaker escribió sobre algunos
de los episodios más salvajes del avance rebelde: la matanza de 200 heridos
indefensos en un hospital de Toledo o la masacre de la plaza de toros de
Badajoz. Preston recupera la respuesta del general Yagüe a Whitaker, que dio la
vuelta al mundo: "Claro que los fusilamos. ¿Qué se esperaba usted? ¿Cómo
iba a llevarme a 4.000 rojos, cuando mi columna avanzaba contrarreloj? ¿O
habría debido dejarlos en libertad para que volvieran a convertir Badajoz en
una capital roja?".
Al otro lado: Paracuellos. Las conclusiones de Paul Preston
no gustarán a Santiago Carrillo. "Decir que no tiene nada que ver es tan
absurdo como declararle el único responsable", resume el hispanista en
Londres. Tras un denso capítulo dedicado a las sacas de prisioneros militares
para ser ejecutados mientras las tropas de Franco asediaban un Madrid rebosante
de ira contra el enemigo, el historiador concluye que Carrillo estuvo
"plenamente implicado" en la decisión y la organización de las ejecuciones,
a pesar de sus desmentidos. En sus memorias, Carrillo asegura que se limitó a
ordenar la evacuación de presos para evitar que se perdiese Madrid (los
rebeldes habían llegado a la Ciudad Universitaria) y que el convoy fue
asaltado.
El odio a los militares hizo el resto.
Pero los grandes perseguidos en la zona republicana fueron
los curas. "Vestir sotana era suficiente para acabar ante un piquete en
alguna tapia o cuneta", escribe José Luis Ledesma en Violencia roja y
azul(Crítica). Casi 6.800 religiosos fueron asesinados, a los que se sumaron un
sinfín de ataques contra templos y conventos, que fueron incendiados y
profanados. "Las iglesias eran saqueadas en todas partes y como la cosa
más natural del mundo, puesto que se daba por supuesto que la Iglesia española
formaba parte del tinglado capitalista", escribió George Orwell, tras su
experiencia como combatiente en las filas del POUM. En Homenaje a Cataluña (1938)
relata que durante sus seis meses de estancia en la zona de España donde
también se ponía en pie una revolución solo vio dos iglesias intactas. Los
clérigos sufrieron a veces torturas, amputaciones y agonías feroces. Para medir
el impacto de esta persecución, el historiador Stanley G. Payne recurre a una
comparación: "La fase jacobina de la Revolución Francesa acabó con la vida
de 2.000 sacerdotes, menos de un tercio del número de asesinados en
España".
El anticlericalismo fue un rasgo específicos del conflicto.
El brote no fue espontáneo, claro. "La Iglesia católica, que agita la
revolución, era vista como parte del statu quo", señala Julián Casanova,
catedrático de Historia Contemporánea. Para entender esta persecución son
esenciales los capítulos que Preston dedica a describir la placenta del golpe
de 1936. La República había aprobado leyes que relegaban a la Iglesia, aliada
histórica de la oligarquía y freno modernizador, al plano privado. Se les
retira de los colegios y se establecen normas laicas. Amparados en ellas,
algunos alcaldes imponen tasas por tocar las campanas o multan por lucir
crucifijos. En respuesta a estas provocaciones, la represión del bienio negro
(1934-1936) contra la izquierda es jaleada desde los púlpitos, así que los
extremistas se van cargando de plomo.
Casi un millar de religiosos asesinados han sido ya
beatificados por el Vaticano, que los honra como "mártires". Es una
memoria selectiva, sin embargo. La Iglesia sigue sin pedir perdón a las
víctimas de los curas que empuñaron armas. Unos cuantos. Preston señala que al
comienzo de la guerra en numerosas localidades de Navarra faltaban sacerdotes
para decir misa porque se habían largado al frente. La violencia de falangistas
y militares recibió bendiciones a tutiplén. Entre las rescatadas por el
hispanista figura la del canónigo de la catedral de Salamanca, Aniceto de
Castro: "Cuando se sabe cierto que al morir y al matar se hace lo que Dios
quiere, ni tiembla el pulso al disparar el fusil o la pistola, ni tiembla el
corazón al encontrarse cara a la muerte".
A Unamuno, que había apoyado en las primeras horas el golpe
en Salamanca, le horrorizó: "A alguno se le fusila porque dicen que es
masón, que yo no sé que es esto, ni lo saben los bestias que fusilan. Y es que
nada hay peor que el maridaje de la dementalidad de cuartel con la de
sacristía".
Vencidos los ateos, anticlericales y masones, la
Iglesia se afanó en salvarlos a partir de 1939. Incluso contra su voluntad.
Marcos Ana (Alconada, Salamanca, 1920), que se convertiría a su pesar en el
preso político más veterano del franquismo, asistió a escenas dantescas en la
cárcel: "Vi a un capellán golpear con un crucifijo a un condenado a muerte
porque no quería confesarse". Ninguna superó, sin embargo, lo que vio en
el puerto de Alicante el 31 de marzo de 1939, cuando 20.000 desesperados
republicanos se descubrieron atrapados en una ratonera, entre las
ametralladoras de la División Littorio en tierra y dos minadores en el mar:
"Había gente que se tiraba al agua y otros que se saltaban la tapa de los
sesos".
Escuchando a Marcos Ana y leyendo a Preston cobra todo su
sentido lo escrito por Arthur Koestler en Diálogo con la muerte (1937)
mientras esperaba en una cárcel franquista una ejecución por espionaje que
finalmente esquivó: "Otras guerras consisten en una sucesión de batallas,
esta es una sucesión de tragedias".
FUENTE: EL PAIS (Tereixa Constenla) 27 MARZO 2011
libro PAUL PRESTON, El holocausto español, editorial Debate.