EDUARDO ESTRADA |
Cuando en el debate público se proponen o invocan
cuestiones, conceptos, trascendentes —por ejemplo, República—, sin que
paralelamente se oigan o análisis rigurosos o ideas sustantivas, hay serias
razones para preocuparse. A la política —a toda política— hay que exigirle
cuando menos seriedad, y desde luego, sentido del Estado y sentido de la
historia: ignorar la historia del propio país —nuestra circunstancia más
inmediata y urgente— es como carecer de derechos civiles. Más precisamente:
para estar responsablemente en la vida pública española, en el debate nacional,
hay que leer —conocer, estudiar— obligatoriamente a Cánovas, Ortega y Azaña. A
Cánovas, como creador del Estado español contemporáneo; a Ortega, para
plantearse España como preocupación histórica, como problema; a Azaña, para
entender España ante todo como un problema de democracia.
Ortega y Azaña nos son particularmente cercanos. El Ortega
de Vieja y nueva política, de España invertebrada (1921), el
Ortega de la Asociación al Servicio de la República, pensaba que en España no
había emoción nacional, que España era pura provincia, que la gran reforma que
había que hacer era ésta: edificar una verdadera vida nacional, hacer una
España nacional. Azaña entendía (Tres generaciones del Ateneo, 1930) que el
Estado español contemporáneo era un Estado “inerme”, una “entelequia” que no
iba más allá de las personas que lo dirigían. De ahí su gran ambición política:
rehacer el Estado, construir un Estado nuevo, fuerte y verdaderamente nacional,
como instrumento de la gran reforma —la misma tesis que Ortega— que España, en
su opinión, necesitaba.
Ortega creyó hasta tarde que en España —un país al que creía
“bajo el arco en ruina”— había que hacer la experiencia monárquica. Azaña
entendió desde 1923, desde el golpe de Estado de Primo de Rivera, que desde el
momento en que Alfonso XIII aceptó la dictadura, democracia en España había
pasado a ser sinónimo de cambio de régimen, y a identificarse con República. La
visión nacional de Ortega terminaría por bascular —por breve tiempo y por
razones más profundas: por su idea de la política como instrumento de
vertebración nacional, y su concepto de nación como un proyecto colectivo de
vida en común— hacia posiciones, con todo, complementarias. En noviembre de
1930, en el artículo más resonante de la historia del periodismo político
español, El error Berenguer, lo dejó dramáticamente claro: “¡Españoles
—escribió—, vuestro Estado no existe! ¡ Reconstruidlo!”.
Todo lo cual no significa sino esto:
o la República es igual a renacionalización del Estado o no es nada. Traída por
hombres seriamente ocupados en su país —Azaña, Alcalá Zamora, Miguel Maura,
Prieto… (que luego errasen, incluso gravemente, si se quiere, es otra
cuestión)—, la Segunda República fue lo contrario de un movimiento de protesta
callejero. Azaña, el político que encarnó el régimen republicano, fue un hombre
de profundo sentido de lo español. En Azaña no alentó otra preocupación que
España, su atraso moral y material, la anemia de su vida pública, la ausencia
de ideales nacionales. La República era, para él, la encarnación del ser
nacional, el sistema que al devolver las libertades a los españoles (en las que
incluía las libertades de sus pueblos históricos y en primer lugar de Cataluña,
pero sobre dos principios incuestionables: unidad constitucional y preeminencia
del Estado), devolvería a España la dignidad nacional. Con inmensas
dificultades y con errores indudables, Azaña y sus colaboradores plantearon la
reforma agraria, y el reparto de tierras para los campesinos; reformaron el
Ejército; quisieron limitar la influencia de la Iglesia y promover una
educación laica; e iniciaron la rectificación del centralismo del Estado
mediante la concesión de la autonomía a Cataluña (1932) y la aceptación, con
reservas y extraordinaria prudencia, del principio de autonomía para las
regiones. Esto es, pensaron y vivieron la República como un gran proyecto
nacional (la rectificación de la República que Ortega exigió en diciembre de
1931 nació, precisamente, de que desde su perspectiva, la República, “tal vez
sin culpa de nadie”, había derivado en poco más que un comité revolucionario.
Ortega iba a reclamar lo que siempre había reclamado: hacer de España una verdadera
nación, lo que ahora llamó “la nacionalización de la República”).
Por eso que dijera más arriba que la República o es un gran
proyecto nacional o no es nada. Con un problema añadido: que la democracia de
1978 fue ya, y lo sustancial de ella sigue plenamente vigente (democracia
constitucional, Monarquía parlamentaria, Estado social de derecho, Estado de
las autonomías con nacionalidades y regiones), fue ya, repito, un gran proyecto
histórico. La democracia de 1978 fue nada menos que la respuesta al gran
problema político de la España contemporánea, al problema de la democracia que
obsesionara a Azaña, problema materializado en el gravísimo ciclo de cambios de
estado y de régimen que jalonó la historia del país en el siglo XX: Monarquía
alfonsina, dictadura de Primo de Rivera, Segunda Répública, levantamiento
militar de 1936, Guerra Civil, dictadura de Franco. El restablecimiento de la
democracia en España, la Transición, fue posible, como se sabe, por muchas
razones: por los cambios económicos y sociales que España experimentó desde los
años sesenta; por el contexto internacional; por la necesidad de la nueva
Monarquía (Juan Carlos I) de dotarse de legitimidad propia y democrática; por
la voluntad de la oposición antifranquista y del reformismo del régimen
franquista de impulsar un nuevo comienzo colectivo en el país. Con el rey Juan
Carlos al frente del Estado, España se transformó, de forma inesperada y
sorprendente (lo que no quiere decir que el proceso no tuviera limitaciones,
contradicciones y muy graves problemas), en una democracia plena y progresiva.
Se acertó plenamente, sin duda, en el hombre, Suárez, y en el procedimiento,
una reforma desde la legalidad anterior.
Ello había requerido un cambio histórico esencial,
extraordinario: nada menos que la reinvención de la democracia. Junto a muchos
otros hechos decisivos (la ruptura de Don Juan de Borbón con el régimen de
Franco; la lucha clandestina de la oposición; la rebelión de los estudiantes;
las huelgas obreras; la aparición de ETA; los problemas con la Iglesia), la
reinvención de la democracia fue la gran obra histórica, la gran hazaña, del
pensamiento liberal y democrático español (que supo construirse bajo, y contra,
el franquismo, pequeños pero admirables ámbitos de libertad: publicaciones, círculos
y centros de estudios políticos y sociales, etcétera). Por resumir: desde los
años sesenta, el pensamiento español no haría ya metafísica del ser de España,
como habían hecho y con indudable acierto la generación del 98 y tras ellos
Ortega, Azaña, los hombres de la generación del 14 y los intelectuales que
prolongaron sus ideas y pensamiento. El pensamiento español —parte del mismo,
obviamente—, esto es, la ciencia política, la sociología, el derecho, el
pensamiento económico, la propia historiografía, iba a hacer ahora algo
verdaderamente sustantivo: proporcionar los instrumentos de análisis para la
reconstrucción de la democracia en España tras la dictadura de Franco. Desde
entonces, democracia no iba a ser igual a República. Democracia era igual a partidos
políticos, elecciones, sufragio universal, autonomía para las regiones,
reconocimiento de la realidad particular de Cataluña, País Vasco y Galicia,
sindicatos libres, europeísmo, libertades y derechos fundamentales (de prensa,
huelga, reunión, manifestación, opinión), Estado de bienestar, economía de
mercado y amplio acceso a todos los niveles de la educación.
El cambio tuvo mucho de paradójico. Para la democracia, la
Monarquía fue en España, en 1931, el problema; y en 1975, la solución. El
historiador Hobsbawm pudo decir con razón en 2011 que la Monarquía había sido
un marco solvente para el liberalismo y la democracia en lugares como Holanda,
Bélgica, Gran Bretaña y, añadía, como España. Por eso que reabrir la cuestión
Monarquía-República parezca, ante todo, un error. Peor aún: un error
innecesario.
FUENTE: EL PAÍS 11 JUNIO 2014