En los últimos tiempos, muchos opinaban que el rey Juan
Carlos debía retirarse y dar paso a su hijo. Tras la abdicación, otros, quizá
los mismos, o bien consideran que debe celebrarse un referéndum sobre la
alternativa Monarquía / República como forma de Estado, o bien sostienen que el
futuro Felipe VI debe ser capaz de solucionar todos los problemas de nuestro
país. Antes de que nos machaquen el cerebro con tan geniales ideas quizá
deberíamos aclarar otras más fundamentales. Veamos.
En España la Monarquía no es una forma de Estado. Tal como
dice el artículo 1 de la Constitución (CE) “España se constituye en un Estado
social y democrático de Derecho”: ésta es nuestra forma de Estado. Las formas
de Estado se determinan por dos factores: quién es el titular originario del
poder —quién es el sujeto de la soberanía— y cuál es el modo de ejercerlo. En
nuestra Constitución el titular de la soberanía es el pueblo español —el poder
constituyente— y el poder se ejerce de acuerdo con los principios del Estado de
derecho, establecidos en el artículo 9 CE, y desarrollados en el resto de la
Constitución y del ordenamiento jurídico.
En otras épocas la Monarquía fue una forma de Estado, ya que
el rey o bien era el sujeto único de la soberanía —en el Estado absoluto—, o
bien compartía esta soberanía con el Parlamento. Esto último sucedía en las
monarquías constitucionales del liberalismo moderado europeo, entre ellas las
nuestras. En estos supuestos, República y Monarquía eran términos opuestos: la
primera era democrática y la segunda, no. La proclamación de la República el 14
de abril de 1931 significó el triunfo de la democracia en España porque la
Monarquía no era democrática.
Sin embargo, la Monarquía parlamentaria como “forma
política” de Estado, según la define en España el artículo 1.3 CE, es algo muy
distinto. No es una forma de Estado, sino de Gobierno. Para configurarla
debemos combinar tres componentes: los poderes del rey, sus funciones y el
contexto institucional en el que opera.
Vayamos a lo primero: los poderes. El rey (o reina), titular
de la Corona, un órgano constitucional, ejerce de jefe del Estado con una
característica esencial: no tiene poderes políticos sustantivos, sino sólo
poderes formales, es decir, no puede imponer su voluntad a nadie, con lo cual,
en lógica correspondencia, de sus actos políticos son responsables quienes los
refrendan, en general, el presidente del Gobierno. Por tanto, la Corona no
tiene Poder Legislativo, ni Poder Ejecutivo, ni Poder Judicial, es decir, no
puede dictar ni leyes, ni reglamentos, ni actos administrativos ni sentencias.
En un Estado de derecho esto implica no tener poder.
Ahora bien, en segundo lugar, como jefe del Estado, además
de estos poderes formales sin contenido sustancial, el Rey ejerce también
funciones relacionales de un mayor calado. Por un lado, según el artículo 56.1
CE, es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado: de ahí derivan sus
facultades de relación con otros Estados de la comunidad internacional. Cuando
una autoridad de otro país habla con el Rey está tratando con la más alta
representación permanente del Estado español, no con un gobernante cuyo mandato
es circunstancial, pues deriva de unas elecciones.
Por otro lado, ejerce también la muy importante función
interna de reinar: “el rey no gobierna, pero reina”, solía decir el profesor
Jiménez de Parga, matizando significativamente la conocida frase de “el rey reina,
pero no gobierna”. Reinar es, pues, importante: consiste en ejercer la función
arbitral y moderadora en el funcionamiento regular de las instituciones que al
Rey le asigna el artículo 56.1, dado que es el único órgano constitucional que
puede ejercer tal función debido a su posición neutral, no dependiente de
elecciones ni de partidos.
Pero ¿qué significa arbitrar y moderar? El británico
Bagehot, en la segunda mitad del siglo XIX, decía que significa “advertir,
animar y ser consultado” por los representantes de las demás instituciones.
Tomás y Valiente puso al día esta fórmula clásica refiriéndose a la actual
Corona española: “El Rey, en el ejercicio de su función arbitral, puede (…)
escuchar, consultar, informarse; puede, después, recomendar, sugerir, instar,
aconsejar, moderar. No puede decidir por sí solo [pero sí conjugar éstos y
otros verbos] con discreción y prudencia”. Por tanto, junto a poderes
simplemente formales, la Corona tiene también importantes facultades
relacionales imprecisas, pero efectivas.
Vistos estos poderes y funciones, analicemos, en tercer
lugar, la posición de la Corona en el contexto de nuestra forma de gobierno
parlamentaria. Tal forma de gobierno se define por dos características:
primera, una relación de confianza entre el Parlamento y el Gobierno; segunda,
la responsabilidad política del Gobierno ante el Parlamento. Veamos ambas.
Por un lado, los ciudadanos eligen mediante sufragio a los
diputados del Congreso que, por mayoría, designan a un presidente del Gobierno,
el cual escoge su Consejo de Ministros. Por otro lado, este presidente es
políticamente responsable ante quienes le han elegido y, en consecuencia, los
diputados, por mayoría, pueden destituirlo. Lo relevante, a nuestros efectos,
es que el Rey no interfiere para nada en estos procesos: los protagonistas son
los ciudadanos que votan, los diputados que eligen o destituyen al presidente y
éste que designa al Gobierno. El Rey se limita a ejercer actos formales sin
condicionar su contenido.
Llegamos, por tanto, a la conclusión. ¿Qué es nuestra
Monarquía parlamentaria? Una forma de gobierno parlamentaria, como podría ser
una República, con una Jefatura del Estado monárquica. Es decir, un Gobierno
elegido indirectamente por los ciudadanos y un Rey que, en cambio, accede al
cargo de forma mecánica por sucesión hereditaria. La combinación de ambos
elementos no sería democrática si el Rey tuviera poderes. Pero como no es así,
la fórmula resultante es perfectamente democrática: el poder sólo reside en el
pueblo.
¿Cuál es la diferencia entre una República democrática y una
Monarquía democrática? Que en la República el jefe del Estado es elegido
—directa o indirectamente— por el pueblo: en unos Estados tiene muchos poderes,
como es el caso de los sistemas presidenciales (por ejemplo, EE UU), en otros
algo menos (como en Francia), en unos terceros apenas nada (como en Italia o
Alemania). En las monarquías parlamentarias el jefe del Estado no es elegido por
el pueblo, pero no tiene poderes. Por ello nuestra Monarquía parlamentaria no
es menos democrática que una República con el mismo carácter. Como también son
democráticas las monarquías sueca, danesa, noruega o británica. Se puede desear
que España se convierta en República, pero no en nombre de la democracia: la
Monarquía parlamentaria ya es democrática.
De este extenso planteamiento deducimos con facilidad la
incógnita que plantea el interrogante del título: ¿Es importante la abdicación
del Rey? No hay una respuesta taxativa. Por un lado, al carecer de poderes
políticos, al nuevo Rey no se le puede pedir que resuelva él solo los arduos
problemas del presente que son responsabilidad de las instituciones políticas y
de los partidos que las dirigen. Pero, por otro lado, el Rey ejerce en nuestro
sistema constitucional amplias funciones relacionales y de su autoridad —de su auctoritas,
ese viejo concepto romano— dependerá un ejercicio eficaz de las mismas.
Éste será el primer reto de Felipe VI: ganarse la auctoritas,
que no es tener poder, sino suscitar confianza. Juan Carlos I la obtuvo
impulsando la democracia en la Transición, derrotando a los golpistas y
actuando después de acuerdo con la Constitución. El todavía príncipe Felipe se
encuentra en circunstancias muy distintas, menos épicas aunque también
complicadas. En los próximos meses debe demostrarnos que es capaz de navegar
con discreción entre los escollos mediante las sutiles funciones que tiene
asignadas.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional
y autor del libro Paciencia e independencia, publicado recientemente.
FUENTE: EL PAÍS 10 JUNIO 2014