Las historias de corsarios y piratas han estimulado desde
siempre la imaginación de numerosos escritores y cineastas. El aura aventurera
y romántica que la literatura y el cine han conferido a estos intrépidos
navegantes ha modelado nuestra percepción de un fenómeno bien poco de
fascinante para sus víctimas o incluso para sus verdugos. No pocos piratas
acabaron colgados de la soga en cumplimiento de las disposiciones legales
vigentes en reinos como el de España.
No fue el caso de uno de los más nombrados. Pedro de
Mondragón, cuyo origen delata su 'apellido', fue uno de los más piratas
guipuzcoanos más representativos de su tiempo. Escapó no sólo de la horca que
le aguardaba por orden del rey Fernando el Católico, sino también de la
persecución implacable de los portugueses que le querían ajustar las cuentas.
Este pirata natural u oriundo de Mondragón se las tuvo muy
tiesas con españoles y portugueses. Lourdes Odriozola y Sagrario Arrizabalaga,
en su libro 'Ur eta lur. El agua que nos une' (Fundación Kutxa), cuentan que «a
comienzos del siglo XVI, este individuo se hizo con un navío en la bahía de
Cádiz con el que se dedicó a sustraer lo ajeno en la zona del cabo de San
Vicente». Corría el año 1508 y robó un navío genovés con mercancías por valor
de 1.500 ducados.
Reconvertido en barco pirata, ese navío sería utilizado por
Mondragón y sus hombres en su golpe más lucrativo: el apresamiento del navío
portugués Santa Ana en tornaviaje desde la India. El abordaje tuvo lugar en
noviembre de 1508, frente al cabo de San Vicente, situado en la punta de la
barbilla de la península Ibérica.
Andreia Martins de Carvalho y Pedro Pinto, en su trabajo 'Da
caça de Mondragon a guarda do Estreito de Gibraltar (1508-1513) describen la
cacería emprendida por Portugal contra Pedro de Mondragón después de que en
noviembre de 1508 el pirata guipuzcoano tuviera el dudoso honor de convertirse
en el primer europeo en apresar un navío portugués de la carrera de las Indias.
El marino mondragonés se apoderó de la nao lusitana cuando
regresaba acompañado de otro navío de la misma bandera de Mozambique a
Portugal. Ambos barcos se había visto forzados a invernar en África tras quedar
descolgados de la flota armada de la que formaban parte.
Mondragón dio el golpe de su vida con la captura del Santa
Ana que capitaneaba Job Queimado. El barco llevaba abordo pimienta, clavo,
lacre, piedras preciosas... por valor de la astronómica cantidad de 100.000
ducados de oro. Para empeorar las cosas, los piratas humillaron al capitán
Queimado abandonándolo en tierra 'en camisa' junto con casi toda su
tripulación. Se cree que fueron desembarcados cerca de Galicia.
Mondragón sólo conservó a los tripulantes vascos del navío
lusitano, a los que liberaría a su llegada a Bermeo, de donde era natural su
socio Juan de Salcedo. Previamente habían vendido parte de la mercancía en
Francia.
Portugal envió a su marina de guerra a patrullar las aguas
del Estrecho de Gibraltar por donde acostumbraba a merodear el pirata
mondragonés, al tiempo que enviaba representantes de la Corona a emprender
gestiones para la recuperación de la valiosa carga sustraída. Apelaron al rey
Fernando el Católico para que arrestara al pirata, realizaron toda suerte de
gestiones a lo largo de toda la costa cantábrica y el reino de Navarra para
disuadir de comprar mercancías robadas «porque es un crimen» y se embarcaron en
cuantos pleitos pudieron para intentar recuperar la carga. Dedicaron años a un
esfuerzo que resultó infructuoso.
Mientras los portugueses rumiaban su fracaso y su quebranto
económico, Pedro de Mondragón y sus hombres se forraban con lo rapiñado al
Santa Ana. Pero tuvieron que permanecer vigilantes. Martins de Carvalho y Pinto
afirman que «todo indica que Pedro de Mondragón vivía en Bilbao en 1511, donde
era vecino de la calle Barrenkale».
Sin embargo, tuvo que interrumpir su acomodada vida en la
capital vizcaína cuando, como consecuencia de las presiones diplomáticas portuguesas,
la Corona española dictó una sentencia de muerte contra el pirata mondragonés.
Este eludiría el cadalso refugiándose en el reino de Navarra, entonces en
guerra con Castilla. Ante el temor de que Castilla, como finalmente ocurrió,
conquistara militarmente el reino navarro, el pirata 'jubilado' parece que se
estableció en Francia, «cuyos puertos tan bien conocía». De esta apostilla de
Andreia Martins de Carvalho y Pedro Pinto se puede deducir que Pedro se instaló
en la costa vasca labortana, con quienes había mantenido relaciones
'comerciales' durante su actividad pirata.
Corsarios y piratas
Los investigadores portugueses contextualizan las andanzas
de Pedro de Mondragón en el «papel de los vizcaínos (vascos), los cuales tenían
en las actividades marítimas su principal sustento; en el corso una actividad
legítima y en la piratería un complemento de su rendimiento».
Los términos pirata y corsario suelen confundirse pero
«jurídicamente son distintos. Mientras los primeros actuaban fuera de la ley y
atacaban de forma indiscriminada a cualquier barco que tenía la desgracia de
topar con ellos, los corsarios disponían de autorización regia», distinguen
Odriozola y Arrizabalaga en 'Ur eta lur. El agua que nos une' (Fundación
Kutxa).
Mientras a los piratas les aguardaba la pena capital, había
ordenanzas que regulaban la actividad corsaria, que la Corona amparaba y
fomentaba porque socavaba el comercio y los suministros de las potencias
enemigas, y porque además reportaba ingresos mediante la entrega de la quinta
parte del valor de las presas capturadas.
Sin embargo, en ocasiones, los límites entre corsarismo y
piratería «fueron difusos», señalan estas autoras. «Muchos corsarios seguían
actuando aun a pesar de haberse firmado la paz entre los países contendientes,
hacían uso de las patentes (de corso) tras haber expirado el plazo de validez,
evitaban seguir el procedimiento habitual para demostrar la legalidad de las
presas, las licencias expedidas en favor de una embarcación concreta eran
utilizadas por otra...».
Los corsarios, señalan las autoras, no eran sino simples
ciudadanos de a pie que complementaba y compaginaban unas actividades
profesionales -comercio, pesca, cargos públicos...- «con otra actividad más
lucrativa: apoderarse de los ajeno».
El corsarismo, como una forma de servicio más a la Corona y
un medio de lucrarse a costa de otros, fue una práctica extendida en toda la
costa vasca. Pero además de los lógicos peligros que entraña asaltar un navío a
mano a armada, los corsarios estaban sometidos a un riguroso código penal para
prevenir los desmanes que se podrían producir entre gente armada ejerciendo la
violencia. Sin embargo, en el caso de los vascos «no fue demasiado estricto. No
podían ser condenados a muerte, ni siquiera por la comisión de delitos muy
graves, pero sí se les imponían duros castigos como el paso por debajo de la
quilla, en cuyo cumplimiento más de uno debió de perder la vida».
Cautivos
Sin duda la consecuencia más atroz de las acciones piratas y
corsarias, más allá de botines y pérdidas materiales, fue el sufrimiento de las
víctimas. Caer en manos de piratas o corsarios podría deparar la muerte,
mutilaciones... o algo no mucho mejor: el cautiverio y la esclavitud en las
galeras. Años y años al remo bajo la amenaza de los más crueles tormentos para
los que no remaban al ritmo marcado: latigazos, extracción de los ojos, corte
de nariz y orejas, degollamiento...
Lourdes Odriozola y Sagrario Arrizabalaga en 'Ur eta lur. El
agua que nos une' citan a un personaje de El Quijote que decía que diez años de
servicio en las galeras del Rey de España suponían una muerte lenta pero
segura. Los musulmanes apresados por los cristianos y los europeos hechos
cautivos por los «turcos y moros» corrían idéntica suerte. En el siglo XVI el
número de guipuzcoanos cautivos en Argel, Marruecos y Turquía era considerable.
Pero por duras que fueras las condiciones de su cautiverio, siempre les quedaba
la esperanza de que alguien pagara su rescate o que alguna orden religiosa
lograra su liberación.
Las Juntas General de Gipuzkoa «mostraron su preocupación en
todo momento por el asunto y tomaron medidas para colaborar, en la medida de
los posible, en la liberación de los cautivos». Se concedía una 'limosna' de
5.000 maravedíes, independientemente del monto del rescate. Ese dinero se
recolectaba en las colectas en las iglesias y legados testamentarios, aunque en
cada comarca «se ayudaba de forma prioritaria a sus naturales».
FDUENTE: DIARIO VASCO (Kepa Oliden), 5 ABRIL 2015