Imagen del Valle de los Caídos. / BERNARDO PÉREZ |
Cuentas pendientes, pero de la democracia
Isaac Rosa
Como en los malos chistes, sobre el franquismo tengo una
noticia buena y otra mala, ¿cuál prefieren primero? La buena noticia es que el franquismo ya es historia.
Casi 40 años desde la muerte del dictador, 37 años de Constitución, el paso de
varias generaciones, la muerte civil y en muchos casos biológica de los últimos
franquistas confinan la dictadura al museo y al libro de Historia. Se acabó.
Fin.
La mala noticia es que el fin del franquismo no significa
que todas
sus señas de identidad hayan desaparecido, sino que se han vuelto democráticas
(de esta democracia), constitucionales (del texto de 1978). Es decir: buena
parte de los agujeros que la dictadura dejó en la sociedad española (algunos de
ellos anteriores a la dictadura, cierto, pero agudizados por ella) no se han
corregido con la democracia. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Pero tampoco somos mucho mejores. Al menos no todo lo buenos que esperábamos
ser. Insisto en la premisa: todas esas manifestaciones políticas, sociales y
culturales que hoy todavía identificamos como “franquistas” ya no lo son. No
podemos seguir culpando a la “herencia recibida”. Esas manifestaciones son
netamente nuestras: de la democracia española. Las desigualdades sociales, los
desequilibrios y tensiones territoriales, la brecha con Europa en tantos
indicadores, el atraso educativo, no son ya un legado de la dictadura: son el
fracaso de una democracia que ha tenido cuatro décadas para corregirlos. La
deficiente cultura democrática, los restos de nacionalcatolicismo aún visibles,
la criminalización de la disidencia, la corrupción política y empresarial, o
los casos de abusos policiales y tortura que siguen denunciando organismos
internacionales, ya no son un residuo franquista que sobrevivió a la
Transición, sino características de una democracia que hace tiempo dejó de ser
joven.
Los
privilegios de la Iglesia católica, las bases norteamericanas, la
Monarquía, la intimidad entre poder político y judicial, o el “país de
propietarios y no de proletarios” con que soñó un ministro de Vivienda en los
años cincuenta, no solo han persistido: se han consolidado con la democracia.
El nacionalismo español y su exclusiva sobre toda forma de patriotismo, la Academia
de Historia con su diccionario biográfico, la sospecha (cuando no desprecio)
sobre artistas e intelectuales, y hasta las cacerías y monterías berlanguianas
donde se siguen cerrando negocios, no pueden apuntarse ya en el debe del
dictador y su régimen, sino en la cuenta de la democracia. Incluso aquellos
elementos que en principio son indudablemente franquistas, tampoco lo son ya:
el fascismo granítico del Valle de los Caídos, los funcionarios y gobernantes
reclamados por la justicia argentina, las calles y plazas del Generalísimo que
nadie ha cambiado en 40 años o la reparación pendiente a las víctimas son
responsabilidad nuestra. En las fosas comunes hay cadáveres que ya han pasado
más años enterrados en democracia que en dictadura. Y ahí siguen. Hace tiempo
que dejamos de tener cuentas pendientes con el franquismo, que ya no puede
responder de ellas. Hoy todo lo mencionado, y otros asuntos que me dejo por
falta de espacio, son cuentas pendientes de esta democracia.
Una lección
Mercedes Cabrera
¿Qué
queda de Franco y del franquismo? El recuerdo de una dictadura de 40
años, implantada tras una cruenta guerra civil que impuso una rendición
incondicional a los vencidos, expulsándolos y negándoles el derecho a formar
parte de España; las secuelas de la voluntad de reinterpretar el pasado para
convencernos de que aquello había sido el resultado inevitable de más de un
siglo de errores acumulados; la pesadumbre de un régimen que nos condujo en
dirección contraria a la que emprendieron los países de nuestro entorno después de la II Guerra
Mundial, y que quebró el camino de modernización iniciado en las primeras
décadas del siglo XX; los residuos de un “milagro” económico protegido por un
Estado carente de cualquier responsabilidad institucional o rendición de
cuentas. En resumen, un retraso histórico imperdonable, un camino torcido y una
reconciliación que solo fueron capaces de emprender los hijos de los vencedores
y de los vencidos y que permitió transitar a una democracia que cumple 40 años.
Un pasado como ese deja recuerdos personales duros e
injustos, tragedias difíciles de aceptar, obstáculos casi insalvables a los que
es obligación atender, afrontar y resolver desde los poderes públicos. Deja
también entramados institucionales y culturas políticas de larga duración, que
hubo que desmontar y reconducir para sostener y asentar otras, propias de una
democracia. Nada de eso ha sido fácil. Cuando se repasa la historia de
cualquier país se aprecian las enormes dificultades, los largos procesos, los conflictos e incluso
las guerras, y la ingeniería política que han sido necesarios para
estabilizar las democracias que hoy conocemos, y que nunca deberían darse por
aseguradas. Para eso están la historia, los historiadores y los científicos
sociales, para dar explicaciones de desarrollos complicados, sin ahorrar la
complejidad.
De Franco y del franquismo debería quedarnos eso. Una
lección de nuestra historia. No una lección interesada para justificar
descalificaciones que no vienen a cuento. Nos quedan agravios a los que
responder, sin duda. Puede que nos queden resabios o, más que eso, herencias
institucionales y comportamientos políticos difíciles de desarraigar. Pero
incluso aquellos que despachamos alegremente calificándolos de “franquistas”
son el resultado de decisiones y opciones tomadas en las últimas décadas por
políticos que asumieron compromisos como consecuencia de elecciones
democráticas y por ciudadanos que los votamos, pero que no por eso deberíamos
sentirnos liberados de responsabilidad. Cuarenta años son muchos y esta
democracia no viene lastrada por ningún origen dictatorial, sino que es el
resultado de un esfuerzo colectivo, ingente en sus comienzos, y de lo que hemos
querido que sea desde entonces.
Lo peor que podría pasar es que lo que nos quedara del
franquismo fuera precisamente su utilización para eludir responsabilidades y
despachar la complejidad remitiéndonos a los fantasmas del pasado o a las
simplificaciones fáciles.