Suelen comentar muchos profesores de instituto que nunca
llegan al final del temario de Historia Contemporánea de España. Sea por
razones organizativas o por motivos de planificación o por pura desidia lo bien
cierto apunta a que cientos de miles, quizá millones, de españoles que han
cursado el Bachillerato ignoran por completo quiénes fueron Manuel Godoy,
Baldomero Espartero, Emilio Castelar, Miguel Primo de Rivera, Clara
Campoamor, Juan Negrín o Luis
Carrero Blanco. Incluso el desconocimiento más absoluto puede extenderse a
Manuel Azaña, Adolfo Suárez o Felipe González. Sus nombres figuran en
rótulos de calles o en los propios institutos, en centros culturales o en
plazas céntricas, pero una multitud de ciudadanos no ha recibido la formación
necesaria para acercarse a personajes que han marcado la Historia reciente y
que cualquier persona culta debería conocer.
Sin duda alguna, la Historia en general y la de España
contemporánea, en particular, aparecen a la cabeza de las asignaturas
pendientes de este país. Se trata de una asignatura pendiente, cuyo aprobado no
solo recaería sobre el sistema educativo, sino también sobre los medios de
comunicación o las manifestaciones culturales. Así, sin ir más lejos, todos
aquellos que despachan con frivolidad o arrogancia la supuesta abundancia de
novelas o películas sobre la Guerra Civil (el segundo tema literario más frecuentado
en el mundo) deberían pensar que existe una demanda, un ansía indudable por
descubrir nuestro pasado reciente.
Por ello no resulta extraño, ni muchísimo menos, que las series de televisión históricas hayan triunfando y estén triunfando en los últimos años. Tiene toda su lógica que esas inmensas lagunas de tantos ciudadanos sean cubiertas por la televisión y, en especial, por la pública. La década larga de mantenimiento de Cuéntame en la parrilla de la 1, con audiencias cercanas a los cinco millones de espectadores, o las siete temporadas de Amar en tiempos revueltos demuestran la altísima aceptación de este tipo de programas. Rigor, afán divulgativo, buenos guiones y magníficas ambientaciones, en forma y fondo, avalan estas series que han cosechado premios y distinciones. De este modo, situaciones, personajes y localizaciones sirven para que las generaciones que vivieron aquellas épocas evoquen y recreen sus vidas, pero también aprovechan para que los jóvenes conozcan sus orígenes, sobre todo en una sociedad donde se ha perdido la transmisión oral y donde las nuevas tecnologías priman la inmediatez y la superficialidad sobre el bagaje y la reflexión. La buena acogida a series históricas no se limita a Cuéntame o Amar en tiempos revueltos y abarca otros títulos de etapas recientes como La señora o La República o proyectos sobre periodos más lejanos como Hispania, de la época romana; o Toledo, en la Edad Media. Esta fiebre por las series históricas se ha extendido también a producciones extranjeras como Los Tudor, una excelente serie de la BBC, con un flanco español, por cierto.
Esta pasión por la Historia de España no parece que vaya a
ser un fenómeno pasajero ni una moda efímera. Confiemos en ello porque si en la
actualidad ese interés intenta cubrir una carencia de las aulas y la prensa, en
el futuro una deseable mejora en los conocimientos históricos de los ciudadanos
contribuirá todavía más al afianzamiento de estos programas. Es una tendencia
que ha marcado a otros grandes países europeos (baste observar el filón
inagotable de la Segunda Guerra Mundial) y afortunadamente va llegando a
España. Conviene pensar en clave optimista y atribuir a una progresiva madurez
social el auge de series históricas, del género de biografías y memorias o la
recuperación de la memoria histórica. Un país donde decenas de miles de
personas siguen enterradas en fosas comunes entre la apatía de tantos políticos
y jueces se merece conocer su pasado reciente. Es más, tiene derecho a que le
cuenten su propia historia, con minúsculas y con mayúsculas.
FUENTE: EL PAÍS (BLOG PAPELES PERDIDOS, 26 ABRIL 2012)