Imagen de la exposición 'In memory of the children. Pediatricians and crimes against children in the Nazi period', celebrada en Berlín entre los pasados meses de enero y mayo. |
Stalin fue expeditivo reescribiendo la
historia. Trotski fue literalmente borrado en fotografías de la nueva
iconografía revolucionaria. Ocultar, agigantar, aliñar el pasado a conveniencia
del poder es una tentación de hondas raíces históricas. En 1598, sin pensar en
que pedía un imposible metafísico, el rey francés Enrique IV prohibió recordar
a sus súbditos. Aquel año dictó un edicto en el que ordenaba que todos los
acontecimientos violentos ocurridos entre católicos y protestantes “queden
disipados y asumidos como cosa no sucedida”. Casi nada. El monarca intuyó que
la memoria, pese a su incorporeidad, era letal para las guerras de religión. No
hay que mirar solo en el ojo ajeno. A Bartolomé de las Casas le reprocharon “aunque
fueran verdad” que publicase “cosas muy terribles y fieras de los soldados
españoles” durante la colonización americana. El asunto acabó con la
prohibición en 1660 de su Brevísima relación de la destrucción de las
Indias. Más recientemente, la versión de la Guerra Civil que circuló por
las aulas durante el régimen franquista fue un relato falseado de cruzados
buenos y malos rojos.
Historia y memoria comparten influyentes
enemigos. En Suiza pueden procesar a alguien por negar el genocidio armenio
durante el Imperio Otomano, mientras que en Turquía pueden procesarle por
afirmarlo. Pero historia y memoria no son lo mismo, aunque actúen sobre un
terreno común: el pasado. Los hechos históricos son sagrados, se cuenten en
Estambul o en Ereván. La conmemoración de los mismos —traerlos del pasado con
alguna finalidad en el presente— difiere forzosamente si parte de las víctimas
o de los verdugos, como evidencia el contraste entre la memoria histórica
reivindicada por los nietos de los sepultados en fosas durante la guerra y la
memoria oficial enarbolada por el régimen franquista, que honró permanentemente
a los damnificados de su bando (con causa general para resarcirles incluida)
dejando en la cuneta de la historia a los otros. “La memoria es una materia de
la historia a historiar”, sintetiza el catedrático de la Universidad Autónoma
de Barcelona Ricardo García Cárcel en La herencia del pasado, donde repasa
la construcción de relatos identitarios desde la Hispania romana a la
actualidad.
Dado que aspira a contar hechos, la historia
no puede ser una cosa y la contraria (por mucho que aliente interpretaciones
plurales), mientras que la memoria está al servicio de quien la empuña para
emitir un juicio moral sobre lo ocurrido. Sus caminos se entrecruzan, pero no
conducen al mismo paraje. “La historia, incluso cuando es movida por la
memoria, tiene que ser necesariamente crítica y puede resultar la peor enemiga
de una memoria impuesta: fue la historia, en cuanto investigación del pasado,
la que desmontó la construcción memorial de la guerra como una guerra santa;
como ha sido la historia la que ha devuelto a Trotski a la fotografía de la que
fue borrado por la memoria colectiva soviética”, advierte Santos Juliá,
catedrático emérito de la UNED. “La memoria, al traer el pasado al presente con
el propósito de establecer un deber —que será de duelo o celebración, de
reparación o de gloria— o de construir una identidad diferenciada,
necesariamente olvida”, planteó en su artículo Por la autonomía de la
historia, publicado en Claves de Razón Práctica.
En el siglo XX, tras lo que Hannah Arendt
acuñó como “banalización del mal”, eclosionó la memoria histórica como un
fenómeno universal. Lo ocurrido en Auschwitz se convirtió, según el profesor de
investigación del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC) Reyes Mate, en “lo que da que pensar” y
alimentó “el deber de memoria” para acentuar “la construcción de un sentido, la
creación de un significado de ese pasado que valga para el presente”. Propiciado
por el grito del “nunca más” de los supervivientes, recordar pasó a ser un
valor en alza. Elie Wiesel, que pudo revivir el espanto del exterminio,
consideraba el olvido como “el triunfo definitivo del enemigo” y “una
injusticia absoluta”.
El Holocausto fue más allá de cualquier
genocidio anterior. “Auschwitz no tenía equivalentes. Era otra guerra o, mejor
dicho, ni siquiera era una guerra. Era pura y simplemente una matanza masiva,
sin una razón táctica o estratégica, sino por pura ideología”, sostiene el
ensayista Ian Buruma en El precio de la culpa. “El sistema nazi había
entendido que la eficacia del crimen debía velar no solo por el exterminio
físico de un pueblo sino también por el metafísico”, afirma Mate en Tratado
de la injusticia. Contra las chimeneas que humeaban seres humanos había
que contraponer el recuerdo vívido que no transmite la historia, “el olor a
carne quemada”, describía otro de los deportados que pudo contarlo, Jorge
Semprún. Sin embargo, así como nadie objeta el papel de la historia, la memoria
histórica cuenta con activos detractores, como el periodista estadounidense
David Rieff, que ha escrito un furibundo alegato a favor del “imperativo ético
del olvido” en su ensayo Contra la memoria. Cuenta Rieff que la obra
echó raíces en Bosnia, donde trabajó como reportero de guerra. “La memoria
histórica colectiva tal como las comunidades, los pueblos y las naciones la
entienden y despliegan —la cual casi siempre es selectiva, casi siempre interesada
y todo menos irreprochable desde el punto de vista histórico— ha conducido con
demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la
reconciliación y a la resolución de vengarse en lugar de obligarse a la ardua
labor del perdón”, esgrime. El nunca más de Auschwitz le parece
cargado de buenas intenciones y falto de realismo. Y relata un chiste que
circula por Polonia: ¿A quién mata primero un polaco, al alemán o al ruso? Al
alemán, por supuesto; primero el deber, después el placer.
Todas sus reflexiones le conducen hacia el
elogio de la amnesia. “Lo que garantiza la salud de la sociedad y de los
individuos no es su capacidad de recordar, sino su capacidad para finalmente
olvidar”, sostiene Rieff, sin que esto quiera decir que deba renunciarse a
perseguir los crímenes y reconocer a las víctimas. A diferencia de Mate, cree
que la búsqueda de la verdad “no está por encima de todo” y cita los acuerdos
de Dayton que, pese a contemplar la impunidad de Milosevic, fueron preferibles
a seguir la masacre.
Rieff es el último recién llegado a una
controversia alrededor de la memoria, que ha sido especialmente intensa en
países como Alemania, que declaró imprescriptibles los crímenes contra la
humanidad en 1979, tras la emisión de la serie Holocausto. En Francia se
han aprobado sucesivas leyes que legislan sobre episodios históricos. Desde
1990 la ley Gayssot castiga el negacionismo del Holocausto judío y desde 2001
la legislación reconoce la esclavitud como un crimen contra la humanidad y el
genocidio armenio. La intromisión política soliviantó a un grupo de
historiadores, que emitió un manifiesto, embrión del movimiento bautizado como
Libertad para la Historia. “En un país libre no es competencia de ninguna
autoridad política definir la verdad histórica ni restringir la libertad del
historiador mediante sanciones penales”, señalaban, entre otros Pierre Nora,
Jacques Le Goff o Eric Hobsbawn. Abundan los historiadores reticentes ante el
afán memorialístico. Tony Judt temía que el siglo XX se convirtiese en un
“palacio de la memoria moral: una cámara de los horrores históricos de utilidad
pedagógica cuyas estaciones se llaman Múnich o Pearl Harbour, Auschwitz o
Ruanda, con el 11 de septiembre como una especie de coda excesiva”. Mantener
vivo el horror pasado, sí, pero —matizaba—“como historia, porque si lo haces
como memoria, siempre inventas una nueva capa de olvido”.
La memoria puede contaminar la historia porque
no todo lo que emana de ella es riguroso: a veces hay falsos testigos como
Enric Marco, que presidió durante años una asociación de supervivientes de
campos nazis. “Frente a los excesos, manipulaciones y mentiras, los
historiadores tienen caminos muy claros: archivos, erudición y comparación”,
prescribe Julián Casanova, catedrático de Historia de la Universidad de
Zaragoza. Concede que “los recuerdos” a los que la gente llama “memoria” pueden
difuminar las fronteras entre los análisis de los historiadores y las meras
opiniones. “En el caso de la Guerra Civil, el boom de testimonios y
divulgaciones de recuerdos ha servido para alimentar la confrontación entre
historia y recuerdos; para seleccionar los puntos más calientes del debate
político (no historiográfico), casi siempre centrados en la violencia, en quién
mató más y cometió más barbaridades; y para convencer a la gente de que el
pasado reciente no puede analizarse con objetividad”. Porque tampoco conviene a
la historia desentenderse de la interpretación del pasado por la que pugna la
memoria. Se ha contado que la expulsión de los judíos fue inevitable para la
unificación española. “Mientras se hacía ruido con estas explicaciones”, señala
Reyes Mate, “se borraban diligentemente las huellas de la milenaria presencia
del pueblo judío en tierras hispanas”. Las sinagogas se reconvirtieron en
iglesias y Maimónides se excluyó de la lista de pensadores españoles. “La
recomendación del historiador contemporáneo de que nos atengamos a la
explicación objetiva de los hechos sería la última edición de la misma
estrategia interpretativa del vencedor”, concluye Mate, que suscribe las
palabras de Walter Benjamin: “La memoria abre expedientes que la ciencia da por
archivados”.
Bien tratadas, son simbióticas. La memoria
sirve a la historia y la historia facilita la memoria, en opinión del
catedrático de Historia Contemporánea de la UNED Julio Gil Pecharromán: “Un
conjunto de testimonios de protagonistas y testigos constituye una aportación
muy estimable al conocimiento del proceso histórico, pero resulta comprensible
que algunos historiadores la releguen a un papel secundario. La memoria hay que
asumirla con muchas precauciones porque las personas tendemos a reelaborar
nuestros recuerdos”. El propio Primo Levi, que estremeció con su trilogía del
siglo XX europeo (Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y
los salvados), consideraba la memoria un instrumento maravilloso y falaz.
A perpetuar la polémica contribuye el hecho de
que historia y memoria no parten en similares condiciones. Mientras la
definición de la historia goza de consenso, no todo el mundo se refiere a lo
mismo al hablar de memoria. “Unos piensan que solo se puede hablar de memoria
propiamente dicha cuando se trata del individuo que recuerda sus propias
experiencias. Otros consideramos que también existe una memoria colectiva,
social, cultural, etcétera, pero no porque exista un sujeto colectivo, una
sociedad o una cultura con la facultad de recordar que solo tiene el individuo,
sino porque la mayoría de los individuos afianzan sus recuerdos en grupo, los
transmiten a otros y eso hace que surja otro tipo de memoria que hace que
perduren los recuerdos en un ámbito y en un tiempo que va más allá de la vida
de los individuos”, sostiene Pedro Ruiz Torres, catedrático de Historia
Contemporánea y exrector de la Universidad de Valencia, que en 2007 mantuvo un
intercambio crítico con Santos Juliá en la revista Hispania Nova. Para
Ruiz, la memoria es también una forma de conocimiento, aunque distinto del
histórico: “La memoria trata del pasado real y en consecuencia hay algo más que
imaginación en ella. La memoria es conocimiento inseparable de las emociones y
de los juicios de valor, como cualquier otra forma de conocimiento incluido el
saber histórico, y por ello el conocimiento nunca es completamente objetivo ni
tampoco meramente subjetivo”. Juliá, por el contrario, la mira en estado de
alerta: “La memoria histórica es necesariamente cambiante, siempre es parcial y
selectiva y nunca es compartida de la misma manera por una totalidad social:
depende de múltiples y diversos relatos heredados”. Ante la eclosión, reclama
autonomía para el historiador que “habrá de responder a una serie de preguntas
previas: quién elabora esos relatos, cómo y en qué circunstancias, con qué
intención, con qué resultados, cómo se modifican, quién decide esa
modificación, quiénes la comparten”.
España se incorporó tardíamente al debate de
la memoria histórica, aunque ello no quiere decir que hasta entonces el pasado
se ocultase tras una cortina de amnesia. El hispanista Paul Preston calculó que
hasta 1986 se habían publicado 15.000 libros sobre la Guerra Civil y sus
secuelas. Más reciente es el estudio histórico de la memoria. Pedro Ruiz sitúa
su arranque en 1996, con la publicación de un libro de Paloma Aguilar. Dos años
después, la catedrática de la Universidad de Salamanca Josefina Cuesta coordinó
un monográfico sobre la memoria en la revista Ayer, de la Asociación de
Historia Contemporánea. La pujanza de los movimientos a favor de la
recuperación de la memoria histórica, interesados sobre todo en investigar la
represión, irrumpieron también en la universidad. En 2005 la Universidad
Complutense inauguró la cátedra extraordinaria Memoria Histórica del Siglo XX,
dirigida por Julio Aróstegui. Además, en los últimos diez años se han publicado
1.060 trabajos científicos sobre memoria histórica, según Juan Sisinio Pérez
Garzón, profesor de la Universidad de Castilla-La Mancha. “La memoria y la
historia ya han quedado definitivamente entrelazadas como formas de
relacionarse con el pasado y, por más que sature en algún momento, esas
relaciones ya forman parte de las tareas propias del historiador”, afirma.
La marea memorialística es universal (baste
mirar hacia Sudáfrica o América Latina) aunque algunos países coloquen más
diques que otros. Ian Buruma observó que en Japón el debate sobre la guerra se
desarrollaba fuera de las universidades, entre periodistas, columnistas y
activistas de derechos civiles, que a veces formulan teorías estrafalarias. El
primer historiador contemporáneo accedió a la Universidad de Tokio en 1955.
“Hasta el final de la guerra habría sido peligrosamente subversivo, e incluso
blasfemo, que un estudioso escribiera sobre historia contemporánea desde una
perspectiva crítica”, indica Buruma. El sistema del emperador era sagrado y,
además, la historia reciente no era académicamente respetable. “Era demasiado
fluida, demasiado politizada, demasiado controvertida”.
Ayer
y hoy
Pensar el siglo XX. Tony Judt con Timothy
Snyder. Traducción de Victoria Gordo del Rey. Taurus. Madrid, 2012. 408
páginas. 23 euros.
Tratado de la injusticia. Reyes Mate. Anthropos.
Barcelona, 2011. 318 páginas. 20 euros.
La herencia del pasado. Ricardo García Cárcel.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2011. 768 páginas. 30
euros.
Hoy no es ayer. Ensayos sobre la
España del siglo XX.Santos
Juliá. RBA. Barcelona, 2011. 384 páginas. 25 euros.
El precio de la culpa. Ian Buruma. Traducción
de Claudia Conde. Duomo. Barcelona, 2011. 432 páginas. 19,80 euros.
Modernidad, culto a la muerte y
memoria nacional. Reinhart
Koselleck. Edición de Faustino Oncina. Traducción de Miguel Salmerón y Raúl
Sanz. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 150 + LXV
páginas. 18 euros.
FUENTE: EL PAÍS (Teresa Constenla) 21 JULIO 2012