Toma de Badajoz, junio de 1811. Grabado para "Martial Achievements of Great Britain and Her allies" (1815). Fuente: Biblioteca de la Diputación de Gipuzkoa Koldo Mitxelena Kulturunea |
Llegados a este punto de las conmemoraciones del
Bicentenario de diversos acontecimientos de la llamada “Guerra de
Independencia” y del relato sobre la batalla de San Sebastián y otros hechos de
la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, ferozmente desarrollada en
territorio alavés, guipuzcoano y navarro, creemos se hace necesario un balance,
después de todo lo dicho y escrito en la serie de artículos que culmina hoy y
en las diferentes publicaciones aparecidas en los últimos dos años.
La guerra contra Napoleón en el País Vasco parece zanjada
tras la capitulación de los restos de la guarnición napoleónica acantonada en
San Sebastián, que se ha convertido en la clave de bóveda a través de la cual,
y gracias a los acontecimientos del 31 de agosto de 1813 -la caída de la ciudad
y la victoria sobre el Mariscal Soult en San Marcial-, se ha desmoronado toda
resistencia francesa en la Península, quedando abierto el sagrado territorio
francés a la penetración del primer ejército aliado que pondrá el pie en ese
corazón del imperio napoleónico. Algo que no tardará mucho en ocurrir,
cuando my lord Wellington decida que su retaguardia en San Sebastián
está bien asegurada y que aisladas guarniciones napoleónicas, como la de
Pamplona, no suponen ningún peligro para sus planes de continuar su
ofensiva, sin apenas descanso, por todo el Sudoeste francés, donde le aguarda
Soult dispuesto a resistir a ultranza. Al menos hasta que pueda retomar la
ofensiva…
Sin embargo, y al margen del interés que puedan tener esos
hechos para todos los interesados realmente en la Historia de las guerras
napoleónicas, sabemos que nuestra particular guerra histórica sobre los
acontecimientos ocurridos ahora hace dos siglos en Navarra y el País Vasco y,
en especial, en la estrecha franja que va de San Sebastián a la frontera de
Irun, seguirán suscitando preguntas; debate al que nos parece oportuno -quizás
incluso necesario- añadir este balance de lo que puede ser de verdadero interés
y lo que simplemente son cortinas de humo destinadas a ofuscar el verdadero
sentido de lo que se vivió -y, por supuesto, sufrió- en esa pequeña pero
fundamental zona de los mapas de batalla de las guerras napoleónica.
La cuestión foral, las guerras napoleónicas y la destrucción de San
Sebastián
Una de las primeras cosas que se deberían esclarecer a ese
respecto, es la supuesta inquina contra los fueros vascos que algunos grupos y
personas han exhibido como causa y motivo de la ordalía a la que es sometida
San Sebastián -y su población civil- tras la derrota de la guarnición
napoleónica que se ha hecho fuerte entre los muros de esa ciudad desde el 28 de
junio al 31 de agosto de 1813, esperando el momento oportuno de dar la vuelta a
esos acontecimientos bélicos.
A ese respecto es preciso dejar bien claro que con el
advenimiento de la dinastía borbónica en el año 1700, y gracias al apoyo que
durante la Guerra de Sucesión (1701-1713) prestaron las provincias vascas al
pretendiente Borbón, a diferencia de lo que se produciría en el resto de
territorios forales -como los catalanes o valencianos- que fueron víctimas de
la Nueva Planta, los vascos, a partir de la tercera década del siglo XVIII,
sobre todo en el caso guipuzcoano, disfrutarán de un fortalecimiento de la
foralidad, en áreas tan estratégicas como la gestión forestal, el comercio o la
administración local, que queda en manos de los notables locales que controlan
los gobiernos forales sin demasiada intervención de Madrid o, en el peor de los
casos, en una mutuamente beneficiosa convivencia en la que ambos poderes se
complementan.
Un idilio político que, sin embargo, se verá roto a finales
del siglo XVIII. El desencuentro entre la Corona y los guipuzcoanos, y entre
los propios guipuzcoanos, en torno a la supresión o el mantenimiento de los
Fueros, llegó a tal extremo que en un anónimo, próximo a los medios burgueses
antiforalistas, redactado en 1789 -justo después de la enésima petición por
parte del Consulado donostiarra para la modificación al menos parcial de los
Fueros-, se hablaba en estos duros términos sobre la Diputación Foral de
Gipuzkoa: “…la Diputación dormida, todo lo desprecia, nada hace, nada discurre,
a nada se mueve y a todo se hace insensible ¿Qué Diputación es esta? Por eso
dije no sabe lo que quiere, no lo entiende, ni lo quiere entender y que las
cosas del comercio no son para todos.”.
La Guerra de la Convención puso de relieve en el año 1794
que esa ruptura de la sociedad guipuzcoana ya no tenía vuelta atrás y que, como
en el resto de Europa, se iba a abrir un duradero conflicto entre los
tradicionalistas, partidarios del Antiguo Régimen -y, por tanto, del sistema
foral-, y los amigos de las ideas revolucionarias nada simpatizantes con ese
mismo peculiar sistema foral.
El avance de las tropas de la Convención Francesa al sur del
Bidasoa y la toma de San Sebastián, provocará una encarnizada escisión que se
volvería a manifestar durante la Guerra de la Independencia y las Guerras
Carlistas. Por un lado, surgió la llamada Junta de Guetaria, de ideas
revolucionarias, y, por otro, la Junta de Mondragón, foralista,
tradicionalista, y que ante el avance de los convencionales iría cambiando de
sede.
De ahí surgirá lo que el duque de Mandas llamará en 1895 “La
separación de Guipúzcoa”, en un estudio histórico sobre esos acontecimientos
así titulado. Unos hechos que deben ser analizados en su contexto histórico, el
de hace dos siglos, y no en el de ideas políticas -coetáneas al llamado
“Bizkaitarrismo”, embrión del Nacionalismo vasco- cuyo origen y desarrollo debe
situarse a finales del siglo XIX.
Así no deben llevarnos a equívoco las palabras de la petición
de la comisión nombrada por la Diputación extraordinaria de Guipúzcoa -la
acantonada en Getaria y partidaria de los revolucionarios franceses- para
parlamentar con los comisarios Pinet y Cavaignac, enviados de la Convención,
donde se reclama, en tercer lugar: “Que sea la Provincia independiente
como lo fué hasta el año 1200”.
Sabemos perfectamente que en aquella fecha la provincia no
era independiente, sino súbdito del Reino de Navarra. La independencia
reclamada en 1794 debe pues ser entendida, por tanto, no como plena soberanía
que no reconoce superior, sino como un mero reflejo de la teoría sobre la
voluntaria incorporación de Gipuzkoa a Castilla que había sido desarrollada a
finales del XVIII por figuras como el jurisconsulto Bernabé Antonio de Egaña.
En realidad, la libertad e independencia que se reclamaba
era la de decidir a qué estado o soberano adherirse, sin plantearse siquiera el
establecimiento de un estado realmente independiente.
En efecto, la propuesta que se hizo a los convencionales era
la de la creación de una república independiente -de la Corona española- pero
adherida automáticamente a la República Francesa o, más exactamente, convertida
en uno de sus satélites (por no decir títeres), como la Cisalpina o la Batáva,
poniendo así en práctica, en sintonía con aquel nuevo momento político, viejos
proyectos de anexión de la costa cantábrica española acariciados tanto por
diversas coronas a lo largo del siglo XVII y XVIII (intenciones incluso
plasmadas en tratados más o menos secretos en 1668, 1698, 1699, 1700, 1719,
1794, 1795, 1808, 1810, 1813, 1814…), como por el imperio napoleónico, en el
que un visionario Garat trazó el plan de la creación de un estado-títere
agregado a la Francia imperial a partir de territorios como el guipuzcoano para
formar Nueva Fenicia, Nueva Tiro y Nueva Sidón.
Esto es, departamentos o talasocracias satélite de Francia
que combatiesen a la reina de los mares en esos momentos: Inglaterra. Una idea
ya propuesta también en la Francia revolucionaria.
Así en 1795 Domec, Jefe del Departamento de las Landas,
proponía adherir a la República el área que iba desde Socoa hasta Santander,
ambas incluidas, con lo que se conseguirían “…veinte nuevos puertos (que) darán
suficiente carrera a sus especulaciones de cabotaje y largo recorrido, Bilbao
se convertirá en Burdeos, San Sebastián en Bayona y una frontera más extensa
hará más fácil el comercio de piastras, lana, etc…”. De esa forma además,
añadía, se adquirirían excelentes marinos, la República tendría las llaves de
España por tierra y del Golfo de Gascuña por el mar, y, por último, el comercio
de las tres provincias se asimilaría al de la República, por los mutuos
intercambios, suponiendo ventajas para la República y perjuicios para los
ingleses, siendo privados de comerciar y de la posesión de una rica colonia,
sin parangón…
Según el discurso de esa teoría sostenida por la Diputación
de Guetaria, Gipuzkoa -y solo Gipuzkoa, pues nada se dice del resto de
territorios vascos- había sido independiente en la Alta Edad Media y, en
diferentes ocasiones, por propia iniciativa, había decidido ponerse bajo la
tutela de los reyes navarros o castellanos; precisamente en 1200, “hartos” de
los supuestos excesos de los reyes navarros, Gipuzkoa se entregó
voluntariamente a Castilla. Lo que ahora, en 1794, se había reclamado por una
parte de los guipuzcoanos era exactamente lo mismo: “cansados” de los supuestos
excesos de la Corona castellana pretendían separarse de ella para adherirse a
la República Francesa como una república en la que se respetasen los Fueros a cambio
de esas evidentes ventajas estratégicas y comerciales.
Sea como fuere, el caso es que tras la Paz de Basilea
(1795), si bien muchos de los implicados en esos intentos de secesión de la
corona española y de adhesión a la República Francesa se tuvieron que exiliar,
fueron acusados de infidencia o traición, sufrieron el vilipendio, persecución
y juicio de las instituciones guipuzcoanas leales -defendidas por militares
profesionales de origen vasco como Gabriel de Mendizabal- e incluso un consejo
de guerra en Pamplona, finalmente todos ellos fueron absueltos de los cargos
que se les imputaban y su honor restaurado gracias al indulto que les concedió
Carlos IV en el año 1800; sin duda, el rey era consciente de que era
imprescindible cerrar este episodio lo antes posible para afrontar con la mayor
unidad posible los retos que el futuro le tenía preparados, en un momento de
alianza con la Francia de Napoleón, frente a Inglaterra.
De hecho, la práctica totalidad de los implicados en
aquellos sucesos volvieron y permanecieron en Gipuzkoa durante la Guerra de
Independencia, combatiendo a los ejércitos napoleónicos, como fieles súbditos
del rey de España. Si bien es cierto que a partir de entonces el debate en
torno a los Fueros se encendió (polémicas orquestadas y animadas por Llorente,
Vargas Ponce…), los hechos acaecidos en 1794 ya habían cicatrizado mucho antes
del inicio de la Guerra de la Independencia y estaban sobreseídos
judicialmente.
Es, en definitiva, sencillamente absurdo plantearlos como el
origen de la ordalía sufrida por San Sebastián en 1813, durante la reñida
penúltima campaña de las guerras napoleónicas.
Más aún teniendo en cuenta que Getaria -o Tolosa, escenario
en 1794 de las veleidades revolucionarias de los Carrese- no sufrió la más
mínima represalia, pese a ser ocupadas respectivamente por tropas españolas
desde primeros de julio y finales de junio de 1813…
El papel del general Castaños
Otra controversia relacionada con esos hechos es la
participación del general Castaños, como supuesto principal autor intelectual
de ellos, o la del general Álava como imprescindible cómplice de los mismos.
Creemos que ha quedado suficientemente claro en diferentes
entregas de este blog la poca base de estas acusaciones. Castaños no tenía
jurisdicción ni mando sobre las tropas angloportuguesas, había sido relevado de
su mando sobre el Cuarto Ejército español, y sustituido por Freire, ya el 15 de
junio, aunque siguió ocupando el cargo de manera interina hasta el 9 de agosto.
No estuvo presente en el marco de las operaciones durante los días en que se
produjo la última ofensiva. Entre el 18 de agosto y el 9 de septiembre se
hallaba en Bilbao, donde se ofrecieron fastuosas celebraciones en su honor,
como hijo del Señorío y héroe de Bailén y hay abundante documentación en la que
se muestra como un entregado defensor de la población civil guipuzcoana… Por su
parte, el general Álava tuvo una encendida correspondencia con Wellington -que
se conserva en el archivo familiar del primero-, recriminándole en numerosas
ocasiones y cartas la actuación de sus tropas.
Más allá de los donostiarras. Otras causas y otras víctimas de la
batalla de San Sebastián
En torno a ese reparto del papel de verdugos y víctimas que
se ha organizado en relación a la destrucción de San Sebastián el 31 de agosto
de 1813, sí debemos tener muy en cuenta que ese error historiográfico sólo ha
sido posible sacando de su contexto ese hecho histórico, aislándolo del resto
de los acaecidos durante la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, de
la que forma parte esencial e indivisible.
Esa penúltima batalla de las guerras napoleónicas en
territorio guipuzcoano -junto a la de San Marcial, no lo olvidemos- fue una
tragedia, pero para todos, no solo para los donostiarras; también para los
propios soldados defensores y atacantes. La batalla de San Sebastián fue un
largo y encarnizado sitio, que duró 63 días de intensos bombardeos, escaramuzas
y enfrentamientos, en los que tomaron parte soldados exhaustos -recordemos que
prácticamente desde el 26 de mayo hasta el 1 de julio en que empieza el sitio
aliado de Donostia, esas tropas no habían parado en su carrera por alcanzar a
José I- y que llevaban mucho tiempo combatiendo en la Península Ibérica sujetos
por tanto a un considerable estrés bélico y a una más que notable degradación
física y psíquica que no podemos ingenuamente pasar por alto.
Los 79 testigos donostiarras que dieron su versión de los
hechos claramente responsabilizan a las tropas británicas y portuguesas del
asalto y destrucción de la ciudad. Muchos de ellos muestran su sorpresa ante la
salvaje actitud de unos soldados a los que incluso auxiliaron tras el fracasado
asalto de 25 de julio. No conciben cómo británicos y lusos pueden atacarles a
ellos que son “españoles”, por tanto aliados, y que les han recibido al grito
de “Vivan los aliados, Viva España”. Ahora bien, es importante subrayar de cara
a futuros debates sobre esta cuestión, que dichos testimonios nos hablan de la
buena fe de soldados y mandos que intentaron evitar los abusos y por ello fueron
atacados e incluso asesinados por sus propios compatriotas, tal y como se
subrayó en la entrega de la semana pasada. Por tanto, no debe generalizarse la
actuación aliada, ya que encontramos diferentes perfiles entre la propia
oficialidad y la soldadesca. Algunos trataron de proteger a la población y eso
les costó su propia vida y otros se entregaron a la orgía destructiva. Lo que
está claro, de acuerdo a diversa documentación -memorias como las de sir William
Napier, los “dispatches” del alto mando británico…- es que Wellington murió
creyendo que el incendio lo habían provocado los propios franceses y que sus
angloportugueses no habían perpetrado semejantes atrocidades.
Por tanto, la clara intencionalidad por parte de los
mandos superiores en esos hechos parece difícilmente probable, más allá de
hipótesis sin ninguna prueba documental. No se puede decir lo mismo de los
mandos intermedios y los soldados, muchos de los cuales incluso se jactaron de
las barbaridades cometidas y, como explican los 79 testimonios, incendiaron
intencionadamente con cartuchos mixtos las pocas casas que quedaban en pie
aquel fatídico 31 de agosto; es decir, el tercio de los edificios que
sobrevivió al bombardeo iniciado desde el 28 de junio de ese 1813.
¿Cuál fue, pues, la intencionalidad de esa destrucción
sistemática perpetrada por algunos soldados y mandos intermedios que actúan en
claro contraste con lo que hace el resto de la oficialidad y tropa que ha
tomado la ciudad?. Todo parece indicar -por lo que nos dicen los 79 testimonios
o los diarios del oficial español Matías de la Madrid, testigo de los hechos
como militar del Cuarto Ejército español desplegado en Gipuzkoa en la fecha que
la venganza, por la férrea resistencia de la plaza que, no lo olvidemos, fue la
más tenaz de todas las que acontecieron en la península, pudo estar en el
origen de esa saña tan metódica y deliberada; injustificable como acción de
guerra.
El móvil comercial – esto es, que Inglaterra trató de
deshacerse de un competidor- para llevar a cabo esa destrucción, aunque
plausible, pues no debemos olvidar que las guerras napoleónicas fueron también
guerras comerciales, es una hipótesis que a día de hoy es de difícil
demostración, al menos hasta que nueva documentación aporte mayores argumentos.
Las cifras, en cualquier caso, son expresivas del alcance de
esa tragedia para asaltantes y asaltados fuera cual fuera su origen. Según los
“dispatches” de Wellington, las tropas británico-lusas sufrieron en San
Sebastián, entre el 7 de julio y el 8 de septiembre de 1813, 3.793 bajas (967
muertos, 2.481 heridos y 345 desaparecidos). En la batalla de San Marcial,
entre el 31 de agosto y el 1 de septiembre las bajas aliadas, es decir,
británicas, españolas y portuguesas, sumaron 2.623 (400 muertos, 2.067 heridos
y 156 desaparecidos). Los franceses, por su parte, sufrieron en el asedio a
Donostia unas 2.200 bajas, sin que se pueda precisar de qué calidad, pues sobrevivieron
unos 1.800 de los 4.000 soldados que se atrincheraron en la ciudad.
Por último, el número de muertos entre la población civil de
San sebastián no fue muy alto; como describía Matías de la Madrid en su diario
“Cual si la infeliz ciudad fuese de enemigos, los más implacables la
saquearon cruelmente, mataron a varios de sus desdichados
moradores, y por último la incendiaron,…”.
Según los 79 testimonios recabados por el juez Arizpe, el
número de muertos -a pesar de que alguno de ellos lo cifra en 500, aunque de
oídas- no sería superior a los 40; en cualquier caso y teniendo en cuenta que
pudieron producirse otras muertes a consecuencia del incendio y los derrumbes
de edificios quemados, el número de muertos civiles nunca superaría los 100, lo
cual no deja de ser una tragedia, más aún teniendo en cuenta las violaciones
producidas, aunque no afectaron a todas las mujeres de la ciudad, pues, como
describen los testimonios, algunas lograron salvarse. Por tanto, ¿Genocidio?,
¿Holocausto?, ¿Masacre?. El término a aplicar estaría aún por valorar pero
desde luego muy lejos, por cantidad, de palabras como “Genocidio”…
La tragedia de mayor magnitud se produjo con posterioridad,
pues los 1.200 muertos que contabilizaba el Ayuntamiento de Donostia en mayo de
1814 se habían producido por la expansión de epidemias como el tifus, fruto de
las condiciones de insalubridad en las que tuvieron que vivir los casi 2.000
habitantes de la destruida ciudad una vez que volvieron a ella, a partir de
octubre de 1813.
Lo cierto es que se hace necesario, desde el punto de vista
histórico, desglosar correctamente esa cifra. Muchos de los incluidos en ella
son los propios soldados contendientes; en este sentido ha sido una verdadera
lástima que durante el Bicentenario no se haya hecho un tratamiento
equidistante de todas las víctimas, que lo fueron, o no se haya destacado que
muchos de esos 1.200-1.500 muertos contabilizados como “donostiarras” eran, en
realidad, soldados guipuzcoanos movilizados en los tres batallones de
voluntarios de la provincia destinados a la ciudad para desescombrarla y
protegerla de nuevos ataques enemigos o de algunos supuestos aliados de dudosa
catadura, como los que la asaltan el 31 de agosto de 1813. También entre ellos
se debería tener presente a unos 500 guipuzcoanos empleados, por orden de
Wellington, en iguales tareas de desescombro que asimismo sufrieron esas
duras condiciones y las sucesivas epidemias.
En cuanto a los daños materiales, sensu stricto, se debería
tener presente que de las 600 casas existentes intramuros, sólo se salvaron 36,
la mayoría en la calle Trinidad, hoy 31 de Agosto, y los destrozos se
calcularon en unos 102 millones de reales de vellón.
Los días después de la tragedia, el proceso de reconstrucción de la
ciudad y la guerra más allá del Bidasoa
El día 8 de septiembre finalizaba el sitio de San Sebastián,
con la entrega y rendición de la fortaleza de Urgull por el General Rey. A
partir de ese momento, la oligarquía y vecinos concejantes de San Sebastián,
reunidos en la cercana Zubieta, acordaron la reconstrucción de la ciudad.
En principio, y a pesar de las demandas realizadas a
unos y otros, ni los británicos aprontaron indemnización alguna, ni las
instituciones provinciales ni la Regencia o la Corona, -todas ellas exhaustas a
consecuencia de una guerra que, no lo olvidemos, continuó hasta 1815- pudieron
auxiliar a San Sebastián.
Sin embargo, Fernando VII por Real Decreto de 1816
apadrinó la reconstrucción, lo que facilitó el comienzo de las obras, financió
la reconstrucción de los edificios oficiales, como el Ayuntamiento y la Aduana,
y permitió que, a fin de impulsar la reconstrucción, el ayuntamiento
estableciera diferentes impuestos sobre el consumo de alimentos y vino, y
echara mano de los derechos comerciales que se pagaban en Pasajes y en la
frontera de Irun. Incluso instó e invitó al resto de puertos peninsulares a que
destinaran una parte de sus peajes a la reconstrucción, pese a que esa medida
finalmente no se llevó a efecto.
En agradecimiento por todo ello en 1828 se le hizo un
fastuoso recibimiento en San Sebastián, donde se le reconoció en inscripciones
en euskera y en castellano esa aportación fundamental.
Por su parte, la casa de comercio y banca Tastet, una de las
pocas cuya sede donostiarra no había sido destruida durante el incendio de 31
de agosto de 1813, concedió un préstamo de medio millón de reales de vellón al
Consulado y al Ayuntamiento de San Sebastián.
En realidad, la ciudad y sus comerciantes mantuvieron su
actividad comercial al menos desde diciembre de 1813, como demuestran los
registros de la Capitanía de Guerra y Marina; por tanto, y a pesar de la
destrucción, Donostia siguió manteniendo su dinamismo comercial apenas pasados
unos días desde su casi completa destrucción.
Esa, en definitiva, es la memoria que debería sobrevivir de
este Bicentenario que cierra, o debería cerrar, los fastos iniciados con el
recuerdo del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid, que cambió,
realmente, el curso de las guerras napoleónicas, como se comprobará en las
laderas de San Marcial el 31 de agosto de 1813.
¿Podemos, sinceramente, decir, que esos hechos han sido
recordados, conmemorados, honrados?. Desde el campo de la Historia tenemos
serias dudas. Por diversas causas, como la mala gestión de un presupuesto
municipal que se ha concretado en el desamparo casi absoluto de la
investigación histórica, o el fomento de interpretaciones totalmente
pseudohistóricas de hechos verdaderamente complejos como los descritos tanto en
este último balance de la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, como
en los doce artículos anteriores. Unos que, tal y como se recordaba al iniciar
esta serie que hoy concluye, todos los interesados deberían conservar para
tener un retrato mínimamente histórico de esos hechos que se ha intentado
conmemorar a lo largo de este año 2013 a riesgo, a fecha de hoy, de no disponer
de nada mejor para llenar los anaqueles de sus bibliotecas como obra de
referencia sobre lo que realmente ocurrió en San Sebastián, en la frontera
pirenaíca, en Navarra… durante la penúltima campaña de las guerras napoleónicas
que dieron comienzo a ese mundo tan distinto del de 1813, en el que hoy
vivimos.
FUENTE: DIARIO VASCO 9 SEPTIEMBRE de 2013
FUENTE: DIARIO VASCO 9 SEPTIEMBRE de 2013