La historia es una disciplina compleja y los historiadores
un grupo diverso, que toman diferentes caminos y enfoques para aproximarse al
material investigado y que pueden interpretar los acontecimientos del pasado,
siempre a través de las fuentes disponibles, de forma diferente.
Una cosa, sin embargo, son los análisis y narraciones sobre
la historia y otra muy diferente los usos y abusos que se hacen de ella. Las
conmemoraciones históricas pagadas por las instituciones políticas suelen ser
buenas pruebas de cómo puede utilizarse el pasado para justificar el presente.
Los políticos lo hacen a menudo: deforman la historia para adaptarla a sus
propios fines. Y lo pueden hacer escogiendo mitos o lugares comunes que
explican sus argumentos o distorsionando las pruebas para llegar al fin
deseado.
Esa tensión entre la investigación histórica y sus usos
políticos ha salido claramente a la luz con toda la polémica sobre el simposio
“España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)”, organizado por el
Centro de Historia de Cataluña, dependiente del Departamento de Presidencia de
la Generalitat. Pese a lo bonita que puede resultar la celebración, no hay un
hilo conductor que una aquel pasado de 1714 con el presente, como si la
historia de España de los siglos XVIII, XIX y XX hubiera sido una lucha
continua de España contra Cataluña y del “pueblo” catalán contra España para
mantener sus libertades.
La historia proporciona abundantes ejemplos de lo contrario
y si ampliamos el enfoque a una historia social, y no solo política e
institucional, donde los obreros y campesinos, clases trabajadoras en general,
se constituyen en el principal sujeto histórico, el objeto de estudio “España
contra Cataluña” constituye una clara simplificación. Una historia que deje de
concentrarse en las vidas y acciones de los dirigentes y preste atención, por
el contrario, a amplios segmentos de la población y a las condiciones bajo las
que vivían, que desplace el foco de interés desde las élites a las vidas,
actividades y experiencias de la mayoría de la población, proporcionaría
resultados distintos. No creo, por ejemplo, que la historia del anarquismo, tan
presente en la Cataluña contemporánea, sus conflictos, luchas de clases y
violencia, las ejecuciones en Montjuic, la organización de grupos de pistoleros
por parte de la patronal, el terrorismo anarquista o el anticlericalismo, pueda
interpretarse como una historia de España contra Cataluña.
Las declaraciones interesadas sobre la historia, ampliamente
difundidas y manipuladas por medios de comunicación de diferente signo,
contribuyen a articular una memoria popular sobre determinados hechos del
pasado, hitos de la historia, que tiene poco que ver con el estudio cuidadoso
de las pruebas disponibles.
Los historiadores debemos contribuir al debate, a la cultura
y a la revisión y reconstrucción del pensamiento político y social. Debemos
defender el análisis histórico como una herramienta crítica para sacar a la luz
las partes ocultas del pasado, lo que otros no quieren recordar. Y aunque el
conocimiento del pasado está limitado por las disputas entre historiadores, por
los diferentes puntos de vista, por la tensión entre subjetividad y
objetividad, lo que debe siempre evitarse es buscar los hechos más convenientes
para apoyar las ideas favoritas de los gobernantes. Algo difícil de evitar
cuando todo eso se hace y se organiza desde instituciones públicas orientadas
por el poder político de turno, en vez desde congresos científicos
independientes de ese poder.
Promover una buena educación sobre la historia parece a
muchos irrelevante, pero, mientras tanto, las celebraciones oficiales siguen
alimentando relatos míticos, simplificados, para consumo popular, a mayor
gloria del poder. Por eso solo generan polémicas y fuertes disputas políticas y
mediáticas los congresos de historiadores donde está en juego un relato en el
que el pasado se hace presente, aunque solo en las partes que cumplen la
función deseada. El resto de los congresos, como sabemos muy bien los
historiadores, pasan, afortunadamente, visto lo visto, desapercibidos.
Julián Casanova es catedrático de Historia
Contemporánea de la Universidad de Zaragoza