AQUEL 14 DE ABRIL (Manuel Ramírez)

José Ibarrola

Un año más, el 14 de abril tendrá algún tipo de eco por parte de nuestros ciudadanos. Un eco positivo o un eco que lo será menos. Es el famoso día de la proclamación de la Segunda República española. Y se repite una doble afirmación. Por un lado, se trataba de un sistema político que venía a poner fin a muchos años de un acontecer corrupto por la práctica del caciquismo, condenado por las mentes más preclaras del momento. Piénsese que se había creado una 'Agrupación al Servicio de la República', con Ortega a la cabeza, para crear aquí y allá una conciencia en favor del advenimiento de la República. El mismo Ortega había lanzado ya su conocido 'Delenda' como veredicto para la Monarquía. Se venía abajo todo el tinglado antaño montado desde la Restauración. Y, en segundo lugar, la República llegaba sin derramar una gota de sangre y acompañada de un clima de entusiasmo general. Era la «República salvadora» que, aunque científicamente no es del todo correcto, se identificó con democracia: República era igual a democracia.

Este nuevo régimen, una vez establecido y con una corta duración de cinco años (finalizados con un levantamiento militar y una cruel guerra civil), pudo contar, en su haber, con algunos aciertos que intentamos resumir así; sin entrar en los defectos ya suficientemente estudiados de cada uno de ellos: el propósito de poner fin al centralismo estatal tantos años vigente, creando un Estado regional que permitía la aparición de regiones autónomas (Cataluña y País Vasco lograron alcanzar sus respectivos Estatutos, quedando en puertas Galicia); realización de una necesaria reforma agraria; aprobación de una ley de términos municipales, para evitar el caciquismo en el campo; aprobación del divorcio; establecimiento de un Tribunal de Garantías Constitucionales protector de la Constitución; Ley de Defensa de la República y una reforma militar de corte claramente modernizante (reducción de personal y modernización de material).

Si lo apuntado fueron pasos decisivos, cabe preguntarnos qué otros factores confluyeron en lo negativo del sistema. A nuestro entender pueden quedar resumidos en estos apartados:

a) La falta de consenso sobre la clase de República que se quería. Del comienzo al final. Estaba claro su origen entre liberales, burgueses e intelectuales. Sin embargo, las fuerzas sindicales pronto acusaron que aquella no podía ser su República, que estimaban lejana del sector proletario. Ya en el mismo texto constitucional de 1931 surgió el dilema, que acabó siendo resuelto con la fórmula de que se establecía una República de trabajadores de toda clase. Por supuesto, este consenso duró poco, como pusieron de manifiesto las actitudes de anarquistas y socialistas (CNT y UGT) durante los cinco años y, sobre todo, cuando estalló la guerra civil. Azaña lo expone con ira en sus Memorias.

b) La falta de socialización en los valores y naturaleza de la República. En un principio, lo que hubo fue un ánimo antimonárquico y poco más. El mismo Azaña se queja, al realizar una visita rural, de que, a pesar del paso del tiempo, la República «no había entrado en los pueblos». Quizá no hubo tiempo suficiente para ello. Pero lo cierto es que se trató de un tema en el que los sucesivos gobiernos no pusieron demasiado interés. Proliferó el deseo educativo, en un país todavía con altos índices de analfabetismo, pero eso no fue educación política en republicanismo, que quedó en las mentes más elevadas que, por demás, pronto también se despegaron del acontecer republicano por los excesos que se fueron cometiendo.

c) El nefasto sistema de partidos. Por dos razones. Por un lado, se trató de partidos personalistas, de notables (el partido de Azaña, el partido de Alcalá Zamora, etc.), sin una estructura organizativa moderna como hoy entendemos un partido político. Y, por otro, la abundancia de los que llegaron al Parlamento. De acuerdo con la clasificación del maestro Sartori, el sistema podía ir de un pluripartidismo ilimitado a un pluripartidismo atomizado. Aquí estuvo una de las piezas decisivas para el fracaso de una política sosegada y continua. Azaña, Alcalá Zamora y Salvador de Madariaga (autor de 'Anarquía o Jerarquía', postulando una República sin partidos) lo denunciaron sin reparo.

d) La configuración de un sistema asambleario, con predominio absoluto de la Cámara y muy escaso juego para el Ejecutivo. Cuando, precisamente en la Europa de entonces la corriente era justamente la contraria. La figura más dañada por esto fue el mismo presidente Alcalá Zamora, que tuvo que soportar lo salido del citado pluripartidismo. Especialmente grave fue la norma de su desaparición. El artículo 81 de la Constitución establecía que el presidente podía disolver las Cortes hasta dos veces, con muchos matices. Pero, en caso de segunda disolución, el primer acto a realizar por parte de las nuevas Cortes consistía en «examinar y resolver la necesidad de haber disuelto las anteriores». Y el voto desfavorable de la mayoría absoluta de los diputados «llevará aneja la destitución del presidente». Y así ocurrió, olvidando el carácter de constituyente de las primeras.

e) La lamentable política religiosa del régimen. Lo que bien pudo quedar en la afirmación de que el Estado no tenía religión, se plasmó en un penoso artículo 26 que castigaba cuanto suponían las asociaciones e instituciones religiosas: disolución de los jesuitas, incapacidad de adquirir y conservar bienes, prohibición de ejercer la enseñanza, etc. Aquí estuvo la afirmación de quienes confesaban que «aquella no era su República», así como la aparición de un partido, la CEDA, nacido para defender la religión católica. Sin duda, el problema religioso acabó escindiendo a la España de entonces.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político.
FUENTE: DIARIO VASCO 14 ABRIL 2012