José Ibarrola |
Un año más, el 14 de abril tendrá algún tipo de eco por
parte de nuestros ciudadanos. Un eco positivo o un eco que lo será menos. Es el
famoso día de la proclamación de la Segunda República española. Y se repite una
doble afirmación. Por un lado, se trataba de un sistema político que venía a
poner fin a muchos años de un acontecer corrupto por la práctica del
caciquismo, condenado por las mentes más preclaras del momento. Piénsese que se
había creado una 'Agrupación al Servicio de la República', con Ortega a la
cabeza, para crear aquí y allá una conciencia en favor del advenimiento de la
República. El mismo Ortega había lanzado ya su conocido 'Delenda' como
veredicto para la Monarquía. Se venía abajo todo el tinglado antaño montado
desde la Restauración. Y, en segundo lugar, la República llegaba sin derramar
una gota de sangre y acompañada de un clima de entusiasmo general. Era la
«República salvadora» que, aunque científicamente no es del todo correcto, se
identificó con democracia: República era igual a democracia.
Este nuevo régimen, una vez establecido y con una corta
duración de cinco años (finalizados con un levantamiento militar y una cruel
guerra civil), pudo contar, en su haber, con algunos aciertos que intentamos
resumir así; sin entrar en los defectos ya suficientemente estudiados de cada
uno de ellos: el propósito de poner fin al centralismo estatal tantos años
vigente, creando un Estado regional que permitía la aparición de regiones
autónomas (Cataluña y País Vasco lograron alcanzar sus respectivos Estatutos,
quedando en puertas Galicia); realización de una necesaria reforma agraria;
aprobación de una ley de términos municipales, para evitar el caciquismo en el
campo; aprobación del divorcio; establecimiento de un Tribunal de Garantías
Constitucionales protector de la Constitución; Ley de Defensa de la República y
una reforma militar de corte claramente modernizante (reducción de personal y modernización
de material).
Si lo apuntado fueron pasos decisivos, cabe preguntarnos qué
otros factores confluyeron en lo negativo del sistema. A nuestro entender
pueden quedar resumidos en estos apartados:
a) La falta de consenso sobre la clase de República que se
quería. Del comienzo al final. Estaba claro su origen entre liberales,
burgueses e intelectuales. Sin embargo, las fuerzas sindicales pronto acusaron
que aquella no podía ser su República, que estimaban lejana del sector
proletario. Ya en el mismo texto constitucional de 1931 surgió el dilema, que
acabó siendo resuelto con la fórmula de que se establecía una República de
trabajadores de toda clase. Por supuesto, este consenso duró poco, como
pusieron de manifiesto las actitudes de anarquistas y socialistas (CNT y UGT)
durante los cinco años y, sobre todo, cuando estalló la guerra civil. Azaña lo
expone con ira en sus Memorias.
b) La falta de socialización en los valores y naturaleza de
la República. En un principio, lo que hubo fue un ánimo antimonárquico y poco
más. El mismo Azaña se queja, al realizar una visita rural, de que, a pesar del
paso del tiempo, la República «no había entrado en los pueblos». Quizá no hubo
tiempo suficiente para ello. Pero lo cierto es que se trató de un tema en el
que los sucesivos gobiernos no pusieron demasiado interés. Proliferó el deseo
educativo, en un país todavía con altos índices de analfabetismo, pero eso no
fue educación política en republicanismo, que quedó en las mentes más elevadas
que, por demás, pronto también se despegaron del acontecer republicano por los
excesos que se fueron cometiendo.
c) El nefasto sistema de partidos. Por dos razones. Por un
lado, se trató de partidos personalistas, de notables (el partido de Azaña, el
partido de Alcalá Zamora, etc.), sin una estructura organizativa moderna como
hoy entendemos un partido político. Y, por otro, la abundancia de los que
llegaron al Parlamento. De acuerdo con la clasificación del maestro Sartori, el
sistema podía ir de un pluripartidismo ilimitado a un pluripartidismo
atomizado. Aquí estuvo una de las piezas decisivas para el fracaso de una
política sosegada y continua. Azaña, Alcalá Zamora y Salvador de Madariaga
(autor de 'Anarquía o Jerarquía', postulando una República sin partidos) lo
denunciaron sin reparo.
d) La configuración de un sistema asambleario, con
predominio absoluto de la Cámara y muy escaso juego para el Ejecutivo. Cuando,
precisamente en la Europa de entonces la corriente era justamente la contraria.
La figura más dañada por esto fue el mismo presidente Alcalá Zamora, que tuvo
que soportar lo salido del citado pluripartidismo. Especialmente grave fue la
norma de su desaparición. El artículo 81 de la Constitución establecía que el
presidente podía disolver las Cortes hasta dos veces, con muchos matices. Pero,
en caso de segunda disolución, el primer acto a realizar por parte de las
nuevas Cortes consistía en «examinar y resolver la necesidad de haber disuelto
las anteriores». Y el voto desfavorable de la mayoría absoluta de los diputados
«llevará aneja la destitución del presidente». Y así ocurrió, olvidando el
carácter de constituyente de las primeras.
e) La lamentable política religiosa del régimen. Lo que bien
pudo quedar en la afirmación de que el Estado no tenía religión, se plasmó en
un penoso artículo 26 que castigaba cuanto suponían las asociaciones e
instituciones religiosas: disolución de los jesuitas, incapacidad de adquirir y
conservar bienes, prohibición de ejercer la enseñanza, etc. Aquí estuvo la
afirmación de quienes confesaban que «aquella no era su República», así como la
aparición de un partido, la CEDA, nacido para defender la religión católica.
Sin duda, el problema religioso acabó escindiendo a la España de entonces.
Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político.
FUENTE: DIARIO VASCO 14 ABRIL 2012