Mi salud mental, tengo a gala, me ha librado del síndrome de
Estocolmo. Ni siento apego a mis captores ni a mis custodios, ni he vuelto
jamás al lugar de los hechos. Abomino sanamente de Cuelgamuros. Me niego a
poner los pies en ese trozo de tierra que fue hermoso antes de ser profanado, o
a nombrarlo salvo por medio del topónimo tradicional, cuya etimología cuelga
moros tampoco evoca una pasada convivencia pacífica entre españoles. Ante los
requerimientos insistentes y bien intencionados que se me hacen a menudo, he
puesto condiciones para visitar el paraje. Estas son las elementales: que la
cripta, vaciada de sus huéspedes más nombrados, pierda la escandalosa
simbología que ostenta en la actualidad y que la aberración de algunos ha
llegado a sacralizar. Cuando la prensa, la televisión, los congresos o el cine
me lo piden, no me callo, aunque tampoco he convertido mi paso y mi fuga de
Cuelgamuros en eje de mi vida. No he anclado mi existencia a un episodio del
pasado, como hacen ciertos excombatientes a veces. Las satisfacciones que mi
profesión me ha deparado me han evitado que Cuelgamuros se convirtiera en una
obsesión.
Mi exposición sobre Cuelgamuros, los destacamentos
penales y sus presos no alcanzará el tono sangrante que presenta lo escrito por
Jorge Semprún sobre el Buchenwald que conoció. Ni mi pluma vale lo que la suya
ni la materia es comparable. Tampoco posee la eficacia periodística que
despliega la denuncia de Eduardo de Guzmán sobre el trato que los prisioneros
recibieron en el campo de Albatera (Alicante) al concluir la guerra. Mi
testimonio tampoco adoptará la forma literaria y emotiva con la que mi
compañero de fuga y de exilio, Manuel Lamana, relata en la novela Otros
hombres las vicisitudes que pasamos juntos. Con emoción contenida analizaré,
bajo una óptica económica, sociológica e histórica, cómo operaba el
destacamento. Mi conocimiento de Cuelgamuros o de sus destacamentos penales es,
por otra parte, limitado en duración y espacio. Lo declaro de entrada y con
satisfacción. Cumplí allí parte de la pena que me impuso el consejo de guerra,
del 20 de marzo hasta el 8 de agosto del año 1948, la temporada menos cruda de
la sierra madrileña. No nevó, ni pasé fríos excesivos. De los seis años de
prisión que me correspondían, la suerte me brindó la posibilidad de poner pies
en polvorosa (...).
A la derecha del Monasterio se levantaba desde 1943 el
llamado Destacamento Penal del Monasterio de Cuelgamuros en la terminología
oficial. De su configuración, un funcionario de la Dirección de Prisiones dejó
escrita la siguiente descripción: “En primer término hay una hilera de
edificios como de cincuenta metros en los que están instalados los pabellones
para los funcionarios, Oficina de la Jefatura y dormitorio de los penados,
separados estos edificios de otro grupo de iguales características por una
calle de unos siete metros de anchura y, en estos edificios, están instalados
pabellones para obreros libres, cocina de penados y comedor de los mismos,
seguido de un economato de la Empresa y oficina técnica de la misma”. Nada
parecido a los campos de detención multitudinaria de Miranda de Ebro, Los
Merinales, o, fuera de España, Argelès-sur-Mer o Mauthausen, por poner ejemplos
de diversos países.
La empresa que corría con la edificación del Monasterio era
Estudios y Construcciones Molán, S.L., que empleaba trabajadores presos que el
Estado le arrendaba. Construido de ladrillo por dentro, la fachada comenzaba a
ser revestida con losetas de granito labradas a pie de obra. En la misma
averiguación, el jefe del destacamento precisa que los presos asignados al
Monasterio ascendían entonces a ciento trece. Fernando Olmeda recoge en su
libro El Valle de los Caídos. Una memoria de España, algunas de las
variaciones registradas, en más o en menos, según las necesidades o las bajas
producidas. La edificación del vecino cuartelillo de la Guardia Civil y del
chalet de que disponía el arquitecto Pedro Muguruza para disfrute suyo,
engrosó, por ejemplo, el destacamento del Monasterio por un tiempo. Concluidas
las obras, los presos ocupados en su construcción sobraron y recibieron destino
nuevo.
El valle de Cuelgamuros albergaba otros dos destacamentos
más desde 1943. El nombrado del Monumento tenía por misión horadar el risco
berroqueño para abrir espacio a una cripta subterránea. La excavación corría a
cargo de la empresa San Román (de Alejandro San Román). Situado al pie del
risco, este destacamento contaba, cuando lo visité, con medio centenar largo de
penados, menos que en años anteriores, según me dijeron.
En la primavera de 1948, faltaba poco para acabar de
perforar el risco en las dimensiones inicialmente proyectadas. Estas serían
luego ampliadas. En el tercer destacamento penal, el de la carretera, el más
numeroso, tres centenares de presos construían los accesos al complejo
monumental del valle. De peor trato y fama, acogía a los presos puestos a la
disposición de la empresa Banús (de José Banús Masdeu), cuya fuerza muscular se
empleaba en desmontar los terraplenes a pico y pala y en moler la grava a
mazazos. La alta tecnología brillaba por su ausencia. Los tres destacamentos
penales eran gestionados independientemente entre sí. Circular entre ellos estaba
prohibido a los presos. Visité el destacamento central y la oquedad de la
cripta por trámites oficiales, pero no recuerdo haber puesto jamás los pies en
el de la carretera.
Mi experiencia, además de corta y limitada, fue
relativamente benigna. Reconozco que hubo testigos de cargo con mayor
conocimiento de causa que yo. El trabajo que me tocó hacer en los meses que
estuve allí resultó privilegiado. Al llegar al destacamento, dio la casualidad
de que se había producido una vacante en la oficina por haber cumplido su
condena el preso que la ocupaba. El jefe me designó para sustituirlo. Un par de
semanas después, quedó libre una segunda plaza, que Manuel Lamana cubrió. Su
formación como albañil fue por lo tanto corta. Le recuerdo portando a hombros
maderos para el encofrado de una bovedilla. Como ambos éramos estudiantes y sin
filiación política, el jefe, Amós Quijada Sevilla, creyó más útil para el
servicio que manejáramos la pluma, la máquina de escribir y los números, en vez
de cargar ladrillos o de trepar por los andamios, por más que se nos hubiera
enviado para realizar un trabajo manual. El tercero de nuestro grupo
estudiantil, Ignacio Faure, ingresó en el destacamento semanas más tarde. Llegó
a deshora y no tuvo escapatoria. Se hartó de poner durante meses un ladrillo
sobre otro o de montar encofrados. No sé si la experiencia ganada entonces le
sirvió luego en su profesión como arquitecto. Cualquiera de nosotros aventajaba
en instrucción a la mayoría de los obreros o campesinos presos. Analfabetos había.
Para la familia del mallorquín Joan Martorell escribí cartas y leí luego sus
respuestas. (...)
En las preguntas que los periodistas o los particulares
suelen plantearme nunca falta una inevitable sobre cómo hicimos Manolo y yo,
para escapar de Cuelgamuros. Cargados los ojos de imágenes repulsivas de los
campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, la gente equipara a los
campos de trabajo españoles a los alemanes. No es que Franco no estuviera
informado de cómo funcionaban éstos y a qué malhadado negocio se dedicaban. El
dictador supo del holocausto, como es sabido, por los informes que elevaron a
sus superiores en Madrid los diplomáticos españoles destacados en plazas claves
para el conocimiento de las barbaridades nazis. El régimen de Franco, sometido
a la lupa de los vencedores del nazismo, no estaba entonces para imitaciones, y
menos con cámara de gas incluida. La represión que el dictador ejercía
descansaba sobre fundamentos igual de fríos que los alemanes, pero distintos en
su inhumanidad.
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FUENTE: EL PAÍS, 1 ABRIL 2012