El poeta Justo Alejo. / AYUNTAMIENTO DE FORMARIZ |
El invierno es muy largo en Sayago. El verano también. Algún
roble, alguna encina, retamas de flor blanca, retamas de flor amarilla y
decenas, cientos de paredes, muros de piedra que dividen las fincas. En
uno de estos muros, incorporada como una piedra más, una cruz tosca. Las letras
grabadas están gastadas, cuesta leerlas. A un lado, “Año DEP 1899”, y al otro,
“Fino Francisco Alego”. Francisco Alejo, El Tío Francisquito, murió en ese
lugar de un tiro. El amo de la dehesa de Formáriz de Sayago (Zamora), donde
trabajaba como colono, había decidido plantar bellotas para que naciesen
encinas y no se podía cortar ni una rama de los árboles jóvenes que iban
creciendo. Francisco Alejo fue a arar con sus vacas y cortó una rama para
hacerse una aguijada. El capataz del amo, el montaraz, lo vio y discutieron. El
montaraz iba armado y le metió un tiro. Una historia de un tiempo no tan lejano
en que en tierras de Sayago había amos y casi esclavos que cultivaban sus
tierras, una historia de un pasado que queremos olvidar, la vieja pobreza.
En 1912, 13 años después de ese crimen, los colonos
compraron mancomunadamente las tierras del amo. Hace cien años empezó aquella
aventura, nació un pueblo de gente de un nuevo linaje, pobres pero dueños.
Formariz tiene su calendario particular, este año conmemora aquella fundación
de un pueblo de gente libre y para abrir sus fiestas escogió la celebración de
su poeta, Justo Alejo.
Aquel hijo de este pueblo fue una figura apasionada y
compleja. Escapar de la pobreza lo llevó a ser militar sin vocación ni saber
mandar y su rebeldía personal y social lo hizo integrarse en la clandestina
Unión Militar Democrática. Aquel militar atípico encerraba dentro a un poeta
que se ahogaba, un poeta moderno que amaba perdidamente todo lo antiguo. Lo
antiguo en Sayago es el sudor, el hambre y la sed; la pobreza.
Justo buscó la
esencia de esta tierra y cargó con su historia. Andarín por todo Sayago y por
las vecinas tierras de Portugal; amigo de campesinos y huésped de los pastores
en sus cabañas, Justo tomaba notas, apuntaba canciones, palabras. Escribía en
la prensa sobre los oficios que se perdían, los ruidos del invierno añorado
desde una oficina en Madrid y luchaba contra un progreso que veía llegar como
un monstruo.
Denunció el destino de una tierra encerrada contra una frontera y
abandonada, destinada a ser expoliada mediante grandes embalses y una central
nuclear mientras sus hijos tenían que emigrar. Por ello y por todo Justo recibió
amenazas, fue acusado en la prensa regional de “agente de Moscú”. No podía
detener la historia y su vida personal se complicaba más y más, en 1979, un año
después de morir su adorada madre, llegó a su límite, vistió el uniforme de
gala, se subió al balcón del Ministerio del Aire y se lanzó al aire, que no lo
sostuvo. “Cuando me muera / llevadme al campo; meted mi cuerpo / bajo del árbol
/ o de la espiga”. Sus cenizas fueron esparcidas por las tierras de la antigua
dehesa de Formariz y una piedra sostiene su nombre debajo de un roble.
Ahora su pueblo cuenta su vida, lee sus poemas, los cuelga
en las ramas de ese árbol y colocan una placa en la casa en que vivió, se
cumplen así los ritos de apropiación: el pueblo dice que aquel vecino es el
poeta de esa tierra. Justo Alejo es un poeta que tiene un lugar, la tierra de
Sayago, y esta es una tierra que tiene poeta. También tiene Sayago al Justo
antropólogo, el que admiraba a José María Arguedas, el peruano que estuvo
en 1958 allí haciendo un estudio sobre el comunitarismo sayagués. Arguedas,
mestizo y suicida, dejó un retrato lleno de amor por la gente y los animales,
Justo lo recuerda llevando carne a los “medrosos y desmedrados perros”. La
semilla del suicidio de Arguedas prendió en la mente de Justo, el espíritu
sensible iluminado por el franciscanismo. Solo se puede decir Formariz y la
tierra de Sayago desde la renuncia y la asunción de la pobreza, desde la
abertura al lugar y el amor a los animales y las plantas.
Un siglo después de nacer el pueblo,
el año es seco, hasta la Llagona, la pequeña laguna cercana al pueblo, está
seca. El agua, siempre buscándola con sed personas y animales. Hoy los pueblos
de Sayago tienen agua corriente a cambio de ver sus mejores tierras bajo un
embalse, pero antes hubo que abrir fuentes comunales y luego pozos a pico y
pólvora. Tantos sudores conseguirlo todo. El agua, hace cien años, la tierra.
Capitaneados por el cura, don Cipriano, que luego actuaría como una especie de
alcalde autoritario y mal avenido, 47 vecinos, “un pastor y los demás
labradores”, y seis vecinas, “viudas, dedicadas a las ocupaciones de su sexo”,
le compraron a don Ángel Calderón y Ozores la dehesa de Formariz de “3.610
fanegas de marco provincial”. “En el centro de la finca hay una serie de
construcciones rústicas, muchas de mampostería ordinaria, que sirven de
albergue a los colonos de la dehesa y a los ganados de los mismos.
También hay
una iglesia y una escuela mixta”. “La capa laborable de esta es de poco espesor
y de composición silícica-arcillosa, entrando la sílice en una proporción de un
70%”. Cuando firmaron ante el notario y fueron dueños, los colonos expulsaron
del pueblo al montaraz, que se marchó con su rebaño de cabras. A continuación
los nuevos dueños de Mondariz consiguieron pólvora y echaron cohetes al cielo
de la noche. Pagaron a los amos 316.000 pesetas de hace cien años, para ello
habían tenido que empeñarse con prestamistas de los pueblos del entorno.
Comenzaron con cortar toda la leña de la dehesa para hacer carbón y venderlo. Y
siguieron años muy duros, “tantos sudores conseguir”, eso modeló el carácter de
esta comunidad. El pueblo tenía dos herreros y no paraban de trabajar, la
tierra es pobre y el granito que aflora por todas partes come mucho hierro a la
azada o el arado. Se daba el centeno, cebada, algo el trigo y el pasto para las
ovejas.
Sayago es pobre, Formariz, además, es austero. Una
austeridad y un espíritu comunitario que viene de ese nacimiento tan
sacrificado, trabajos esclavos para pagar las deudas. Sobre el pueblo cayó la
sombra de la emigración a América, a Europa, a Madrid y Barcelona, encajó el
golpe del Movimiento Nacional conservando el espíritu comunitario y
protegiéndose de los falangistas que llegaban de la cercana Fermoselle. Hoy los
vecinos aún presumen de que cuando es necesario se toca “a fajina” para los
trabajos comunitarios, pero ya no son trabajos agrícolas: los jubilados barren
las calles, plantan árboles y riegan jardines. Se van cayendo los cientos de
muros que dividieron la dehesa repartida entre los vecinos, “ya no se levanta
una piedra caída” y las “cortinas”, fincas cultivadas, se convirtieron en
prados. La escuela está cerrada desde los años sesenta, de aquel pueblo de cien
niños hambrientos se pasó a este, que solo tiene un niño de once años, Víctor,
y una niña de siete, Cintia. Hoy no les falta que comer a los niños en este
pueblo de ancianos. Aunque también hay seis rebaños y unas seis mil ovejas que
salen cada madrugada a pacer a los campos. Y todavía pervive un resto de
orgullo de quienes se creyeron pobres y libres, y late el deseo de decir que
este pueblo existió, que este pueblo resiste. Que la aventura de los colonos de
Formariz tuvo sentido y valió la pena. Tal es su deseo de existir que el
programa de las fiestas reza, “Formariz. En su primer centenario”. Si aquel
Francisco Alejo, El Tío Francisquito, volviese a la vida se sorprendería
mucho de todas estas cosas.
Suso del Toro
FUENTE: EL PAÍS 2 SEPTIEMBRE 2012