En una época marcada por la pólvora y el pedernal, la
bayoneta y el sable, los asedios y las carencias alimentarias, emergió el Poder
de la Palabra. Tribuna y oratoria, pluma y periódicos, discursos y decretos
irrumpieron en el fragor de la contienda. La guerra se volvió también
revolución. Primero en la Isla de León y después en Cádiz. Las Cortes que se
reunieron a partir del 24 de septiembre de 1810 fueron muy diferentes a las
conocidas hasta entonces. No solo porque dejaron de reunirse por mandato real y
por el sistema de estamentos, sino porque, entre otras consideraciones, se
emitió una convocatoria electoral a “todos los territorios de la Monarquía
española”.
De esta forma, el parlamentarismo español nacía con
diputados no solo peninsulares, sino también americanos y filipinos. Ello
motivó que se celebraran elecciones además de en la España no ocupada por los
franceses, en los “otros” territorios de la Monarquía, es decir, en Nueva
España, en la capitanía general de Guatemala —Centroamérica—, en Perú, en Cuba,
en Puerto Rico, en Filipinas, en la Banda Oriental —hoy Uruguay— y en partes de
Venezuela, Nueva Granada —las actuales Colombia y Ecuador— y la audiencia de
Charcas —actual Bolivia—. De esta forma llegaron representantes americanos a
las Cortes. No estaban “desconectados” de la realidad. Traían con ellos las Instrucciones que
sus cabildos habían elaborado para que las expusieran en las Cortes. Estas
eran, en muchos casos, no solo cahiers de doleances sino auténticos
programas de medidas y reformas autonomistas, tanto económicas como políticas,
liberales. Sus nombres quedan para la historia: José Mejía Lequerica, Ramón
Power, Dionisio Inca Yupanqui, José Miguel Ramos de Arizpe, Miguel Guridi y
Alcocer, Antonio Morales Duárez, Antonio Larrazábal, entre otros muchos.
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Manuel Chust es atdrático de Historia Contemporánea de la Universidad Jaume I de Castellón.
FUENTE: EL PAÍS, 21 abril 2012