En los escasos momentos de protagonismo democrático de la
sociedad española en los últimos dos siglos siempre se ha acabado optando por
un Estado políticamente descentralizado. Ocurrió en la experiencia que se
podría calificar de protodemocrática del Sexenio Revolucionario, que se inició
con el intento de redefinir la monarquía en términos parlamentarios a través de
la Constitución de 1869, para acabar desembocando en la república federal.
Volvió a ocurrir en la Segunda República, nuestra única experiencia realmente
democrática anterior a la de 1978, que optó por abrir constitucionalmente un
proceso de descentralización, al que se incorporó de entrada únicamente
Cataluña, pero al que se incorporaron después País Vasco y Galicia y estaban a
punto de incorporarse varias otras regiones en el momento en que se inició la
Guerra Civil. Sin la guerra, el mapa del llamado por la Constitución de 1931
Estado “integral” hubiera sido a finales de la década de los treinta el mapa
del Estado autonómico actual, con ligeras variantes. Ese era el mapa que
figuraba en la Ley del Tribunal de Garantías Constitucionales, en el que había
un magistrado por cada una de las regiones autónomas.
Y ha vuelto a ocurrir,
tras la muerte del general Franco, en el momento en que, tras los resultados de
las elecciones del 15 de junio de 1977, las Cortes Generales, que no habían
sido pensadas como Cortes constituyentes, acabaron convirtiéndose en tales. El
constituyente de 1978 no definió la estructura del Estado, pero sí descartó que
el Estado unitario y centralista pudiera ser la forma de Estado de la
democracia española. El reconocimiento del derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones que integran España forma parte del núcleo esencial
de la definición constitucional del Estado.
En nuestra historia política y constitucional hay
coincidencia entre democracia y descentralización política. No hay alternativa
democrática a la descentralización política. Ha habido una alternativa
constitucional de muy baja calidad, con fuerte tendencia hacia el autoritarismo
y sin capacidad de transformarse en un sentido democrático, como ocurrió con la
alternativa de la Restauración, con la Constitución de 1876, que no por
casualidad acabó en la dictadura de Primo de Rivera. Y ha habido una alternativa
directamente anticonstitucional como la del régimen del general Franco tras la
Guerra Civil. Una vez entrada en vigor la Constitución de 1978, era la
alternativa que se dibujaba tras el intento de golpe de Estado del 23-F de
1981.
No hay alternativa democrática al Estado autonómico. Pensar
en una dirección política democrática de la sociedad española prescindiendo del
ejercicio del derecho a la autonomía es un espejismo. Claro que se pueden hacer
reformas. El propio Estado autonómico ha sido el resultado de sucesivas
reformas que se han ido produciendo desde finales de 1979. El Estado
autonómico, como suele ocurrir con todos los Estado políticamente
descentralizados, no ha sido nunca igual a sí mismo, sino que está
evolucionando permanentemente. Esa evolución exige o no cambios estructurales,
según la intensidad de la misma. Pero no se detiene nunca.
Ahora bien, conviene ser claros. Cabe la reforma del Estado
autonómico, pero no su desnaturalización. El ejercicio del derecho a la
autonomía por las nacionalidades y regiones es una condición sine qua non para
la unidad política de España. En este momento, encontrándonos en la Unión
Europea y tras lo que ha ocurrido en el continente europeo tras la caída del
Muro de Berlín, ya no caben soluciones dictatoriales frente a la
descentralización política, como ocurrió en el pasado. De ahí que la
alternativa posible al Estado autonómico no sea un centralismo autoritario,
sino la ruptura de la unidad política del Estado. No la creo probable, pero no
creo que estemos avanzando en la dirección adecuada para que la podamos
considerar completamente descartada.
Esta es la encrucijada en la que podemos encontrarnos en un
futuro no muy lejano. Estoy persuadido de que la mayoría de la población,
aunque no repartida de manera uniforme en todo el territorio del Estado,
preferiría no tener que encontrarse en esa encrucijada. Pero a veces se actúa
de manera que se acaba perdiendo el control del proceso que se pone en marcha
con los propios actos. En la historia hay muchos ejemplos. Y el descrédito al
que está siendo sometido el ejercicio del derecho a la autonomía puede acabar
siendo uno de ellos. El problema territorial es el más complicado de resolver,
con diferencia. En España hemos encontrado un compromiso razonable, que puede
ser reformado, pero no sustituido. Hay demasiada gente jugando a aprendices de
brujo.