Dinero emitido por el Ayuntamiento de Juneda durante la Guerra Civil Española. / JOAQUÍN BARÓ |
Tras dos décadas de investigación, el economista
José Ángel Sánchez Asiaín publica una ambiciosa obra sobre la financiación de
la sublevación y la contienda civil
La vida del economista José ängel Sánchez
Asiaín (Baracaldo, 1929) ha dado algunas vueltas antes de cerrar una
puerta que se le entreabrió hace medio siglo, cuando estaba al frente del
servicio de estudios del Banco de Bilbao y el director, que había sido
consejero del Banco de España durante la guerra, le confió unos documentos.
Tras esa puerta, atisbó la normalidad suspendida entre 1936 y 1939 en un medio
tan alérgico a la anormalidad como el económico: dos pesetas, dos Bancos de
España, dos procesos de inflación y dos maneras antagónicas de entender la
sociedad. “Un caso de laboratorio”, afirma.
De cuando en cuando, mientras ascendía en el
mundo financiero, Asiaín repasaba los documentos para comprobar que los
interrogantes que le suscitaban seguían intactos. Ellos determinaron el
discurso con el que ingresó en la Real Academia de la Historia en 1992: La
banca española en la Guerra Civil. Los dos años que dedicó a prepararlo
resolvieron algunas cuestiones y encadenaron otras. Dos décadas después, ha
reunido las respuestas a todas ellas (las finanzas en ambas zonas, el papel de
bancos y cajas, la captación de fondos de republicanos y franquistas o las
independencias financieras de Cataluña y País Vasco) en un tomo de un millar de
páginas, La financiación de la
guerra civil española, que acaba de publicar Crítica.
Queda claro en esta obra que en las guerras
también se dispara con monedas. No matan, pero hunden. La peseta republicana
cayó en picado gracias a una meditada operación de los sublevados, que les
permitió hacer circular su propia moneda (mediante el estampillado de billetes
republicanos), desmarcarse del sistema monetario cuyo corazón no controlaron
hasta 1939 y desmoralizar al enemigo. “Se diseñó con todo detalle una operación
reservada, que se puso en marcha a partir de un llamado Fondo de papel
moneda puesto en curso por el enemigo, en el que se iba recogiendo toda la
moneda republicana que llegaba a manos del Gobierno de Burgos”, escribe Sánchez
Asiaín. A través del fondo, la moneda republicana “se convirtió en una
contundente arma contra su propio emisor”: se envió a las quintas columnas
infiltradas en territorio republicano y se forzó la caída de la cotización
internacional con envíos al exterior. En julio de 1937, la peseta republicana
valía, en francos, tres veces menos que la emitida por los sublevados.
La guerra monetaria es
uno de los aspectos más desconocidos de la contienda que se desarrolla en este
libro. El otro es el papel de la banca, que desplegó una flexibilidad pasmosa
para adaptarse a la inestabilidad de los tiempos bélicos con la creación de
“comandos financieros”, que acompañaban a las tropas en sus avances. “Es
paradigmático el caso del Banco Zaragozano, que llegó al extremo de enviar a su
presidente a los frentes de batalla, para entrar en las ciudades junto ‘a los
mandos militares’ y proceder directamente a la reorganización financiera de las
sucursales”, detalla Sánchez Asiaín, que dispuso de un material excepcional
para este capítulo: entrevistas grabadas a 150 responsables de sucursales
durante la guerra. El economista recurrió, además, a los archivos del BBVA, la
entidad que dirigió durante años, el Banco de España, el Ministerio de
Economía, la Academia de Ciencias Morales y la Fundación Universitaria
Española.
Sánchez Asiaín no proporciona cifras de lo que
costó la guerra —está en ello aunque advierte que solo podrá aventurarse en
términos comparativos respecto al PIB de 1935— pero sí una conclusión
contundente: “La República pagó el coste de la guerra civil con cargo al ahorro
del pasado (reservas de oro del Banco de España) y el Gobierno de Burgos lo
financió con el ahorro futuro (endeudamiento exterior)”.
Ambos, añade en una
entrevista, también contaron con el esfuerzo de las generaciones que vivían
aquellos días mediante aportaciones voluntarias (suscripciones) o involuntarias
(confiscaciones). Al fin y al cabo, como decía el socialista Indalecio Prieto,
“la guerra se gana con dinero, dinero, dinero”.
¿Por eso perdió la República? “No fue por eso,
no perdieron por falta de dinero sino porque no supieron gastarlo”. Las
reservas de oro del Banco de España fueron la principal fuente republicana —y
uno de los mitos más agrandados durante la dictadura—, pero también la requisa
de posesiones de partidarios de Franco. Según el primer inventario de bienes
incautados almacenados en el castillo de Figueres, adonde se habían ido
enviando conforme la República se replegaba, el valor excedía los 4.000
millones de pesetas. Una parte de los bienes que salieron del castillo antes de
la llegada de las tropas franquistas, se trasladaron a México en el barco Vita
para ayudar al exilio español.
Los sublevados pudieron recurrir a la
financiación en el exterior y a una jurisdicción especial —la de
responsabilidades políticas— que se prolongó más allá de abril de 1939. Sánchez
Asiaín recuerda el caso de Ramón de la Sota, una de las principales fortunas
del País Vasco, fiel a la República. A pesar de que falleció en 1938, los
expedientes contra él y el resto de la familia siguieron adelante. Fueron
sancionados con más de 360 millones de pesetas, “las multas más abultadas que
las autoridades franquistas impusieron a los perseguidos en toda España”.
Antes de la guerra,
los militares golpistas contaron con generosos apoyos financieros ya conocidos:
los dictadores Mussolini y Salazar, los adinerados Juan March y Francisco
Cambó, y también la Diputación Foral de Navarra que destinó los impuestos de
guerra a combatientes y “otros conceptos como una pensión de 1.840 pesetas para
gastos educativos de las hijas de Mola”. Sin la financiación de Navarra, March
y Portugal, “la sublevación no hubiera triunfado y se hubiera desmoronado en
semanas”, según el autor.
March ofreció al general Mola, destinado en
Pamplona, 600 millones de pesetas, que equivalían a los presupuestos de los
Ministerios de Guerra y Marina de 1935, según compara el economista vasco. Con
el apoyo del empresario balear a los golpistas se hizo verdad el vaticinio del
ministro de Hacienda: “O la República le somete a él, o él somete a la
República”.
FUENTE: EL PAÍS (TEREIXA CONSTENLA), 12 JUNIO 2012