Raquel Martín |
La conmemoración de los 200 años de la proclamación de la
primera Constitución liberal española en 1812 mantiene justificadamente
ocupados a constitucionalistas e historiadores. Por lo general, la
interpretación da vueltas en torno a una idea que se repite hasta la saciedad.
Esto es: con la aprobación de la Constitución gaditana en 1812, los españoles
dejaron de ser súbditos para convertirse en ciudadanos. Sin embargo, si nos
acercamos de nuevo a las dos situaciones que definen el antes y el después, se
imponen tantas precisiones que al final queda poco de tan rotunda frase.
Empezando por el famoso súbdito del antiguo régimen, aquel
sujeto sin atributos políticos aparentes, revisiones de las últimas décadas
acerca de la ‘libertad de los antiguos’, obligan a repensar sus modos de actuar
y las legitimaciones jurídicas y culturales que lo amparaban. El súbdito era un
sujeto cargado derechos, que los Estados monárquicos trataron de sujetar con
restricciones legales, el crecimiento de la administración y las finanzas
estatales y una apología constante de la autoridad irrestricta del monarca.
Esto último era más un deseo que una realidad. No obstante, la idea de ‘antiguo
régimen’ y de absolutismo monárquico, la idea de un súbdito encadenado por un
marco legal a medida del despotismo del Estado, se convirtió en un argumento
central de la propaganda liberal. Era cierto que las instituciones de
representación corporativa estaban perdiendo capacidad de interlocución frente
al rey, en paralelo a un reforzamiento extraordinario del Estado con las
guerras del siglo XVIII.
Las acrecentadas demandas estatales empujaron hacia dos
soluciones políticas distintas. La primera consistió en una renovada
importancia de las instituciones de representación local. Cuanto más lejos del
núcleo monárquico, más oportunidades existieron de incrementar el peso de los
cuerpos intermedios. El ejemplo por antonomasia se encuentra en la
transformación de las asambleas de las 13 colonias británicas de Norteamérica
en aguerridas instancias contra las demandas del sistema político británico (King
in Parliament). Salvando todas las distancias, la renovación de los
llamados cabildos abiertos en la América española se inscribe en esta dinámica,
al igual que la autorización de formar asambleas (a la británica) en las ricas
posesiones francesas de las Antillas.
La segunda posibilidad consistía en la imposición del
esquema monárquico-administrativo como única vía de construcción estatal. De
imponerse esta solución hasta el final, como sucedió en España, el bloqueo de
las demandas de los grupos intermedios era la consecuencia inevitable, con el
resultado de graves conflictos en los que la participación popular era
insoslayable. Para los excluidos del sistema, el final del túnel era el mismo
en cualquier caso: alcanzar la representación política plena. En síntesis:
romper el escollo de la reclamación parcial en aras de la representación per
se, aquella que se fundamentaba, como proclamaron las declaraciones de
independencia norteamericana y la francesa de derechos del hombre y el
ciudadano, en el derecho natural a la igualdad política. El sujeto que impone
al complejo monárquico-estatal esta solución radical no era, en modo alguno, un parvenu de
la política.
Todo lo contrario, es aquel súbdito cargado de
derechos/privilegios en la medida en que forma parte de comunidades de lugar o
de oficio, el súbdito leal a su rey aunque este se distancie y no corresponda,
el súbdito que pleitea incansablemente en nombre de la justicia y de sus
derechos/privilegios con los oficiales reales. Por esta razón, la palabra
súbdito (subject) no tiene en inglés sentido peyorativo alguno. Sí lo
tiene en países como el nuestro, donde la transformación posterior resultó
insuficiente y problemática.
Truculencias al margen, todo ciudadano moderno es por
definición y al mismo tiempo súbdito del Estado. Es por ello que debe cumplir
las leyes incluso si las ignora. En momentos de crisis, el Estado se ocupa de
que así sea, suspendiendo si es necesario la condición de ciudadano con el
“estado de excepción”, como fórmula liberal por excelencia. Por consiguiente, y
citando al filósofo político Gianfranco Poggi, una distinción nítida entre la
categoría de súbdito y la de ciudadano no conduce a parte alguna.
Vistas las cosas desde esta perspectiva, lo que ocurrió en
España a principios del siglo XIX se ordena mejor, se hace más inteligible. El
agotamiento de las fórmulas transaccionales, las auspiciadas al principio por
la élite del bando patriota, tuvieron que ser descartadas una tras otra, como
Tomás y Valiente explicó magistralmente. En un contexto de resistencia agónico,
la nación como suma de ciudadanos es proclamada como el principio esencial de
la soberanía. Es este el momento cuando la idea de representación auspiciada
por norteamericanos y franceses se condensa en el estatuto de ciudadanía. Pero
es un recurso desesperado, forzado por la necesidad de forjar un punto de
atracción de las fuerzas “centrífugas” en América y en la Península. Aquel
centro de gravitación solo podían ser las Cortes Constituyentes y el pacto
político que subyace en el texto gaditano. En la historia reciente española, es
esta la única ocasión en la que la supervivencia misma del Estado dependió de
la capacidad para forjar un consenso entre las partes, de Santiago de Chile a
la Guadalajara novohispana, de Cádiz a la frontera con Francia. Era tal la
necesidad de establecer la primacía de las Cortes, que se impondrá su autoridad
a costa de abrir heridas en el mundo americano imposibles de cerrar.
Entre ellas figuraban la exclusión de la ciudadanía de
individuos libres descendientes de esclavos (2/3 aproximados del total del
censo); en segundo lugar, la negativa implacable a lo que llamaron
“federalismo”, esto es, la fórmula estadounidense para conciliar la unidad de
la nación con la capacidad legislativa de los 13 Estados fundadores.
La idea de un ciudadano como expresión de unos derechos
inalienables (aunque no explícitos) desaparecerá junto con la Constitución de
1812, antes ya de su sustitución por la mucho más moderada de 1837, y así
sucesivamente hasta el presente (puesto que en la de 1978 conviven “españoles”,
“personas” y “ciudadanos” en importancia descendente). El ciudadano de 1812
recordaba demasiado a su precedente del momento revolucionario francés. Como
advirtió con lucidez Danièle Lochack, el de “ciudadano” fue y es un “concepto
jurídico vago”. Serán las leyes electorales las que se ocuparán de regular —más
bien restringir y excluir (mujeres, penados, menores, personas sin residencia
fija, no–nacionales, súbditos coloniales)— el derecho a votar y ser votado. Es
lo que sucede cuando el restablecimiento constitucional a la muerte de Fernando
VII. Sobre una población de más de 12 millones de habitantes, el cuerpo
electoral fue reducido de tres millones de hipotéticos electores, con arreglo
al sistema de 1812, a menos de 80.000 con las leyes electorales censatarias de
1836 y 1837 en la mano, para proseguir su descenso imparable hasta 1869. El
sufragio general masculino regresará en esta última fecha con la Revolución de
Septiembre, pero lo hará no como expresión renovada de la ciudadanía gaditana
sino asociado a la condición de español. Incluso en los momentos en que el
sufragio universal masculino y adulto se abre paso, se separan con precisión
los derechos recogidos en la Constitución vigente (las de 1869 y 1876) de los
electorales articulados por leyes específicas. La idea de ciudadanía no desaparece;
transmigra a la lucha política, en un país en el que la división civil forma el
reverso del cierre constitucional posterior a la abierta apuesta gaditana.
Florence Gauthier definió esta desaparición temprana de la
figura del ciudadano como el triunfo y muerte del derecho natural. Frente a la
evanescencia de la figura del ciudadano forjada durante el ciclo
revolucionario, es la condición de súbdito la que garantizó la consistencia del
“pacto social”, la transición al nuevo orden del conocido como Family o Blood
Compact monárquico junto con muchas adherencias en la práctica de los
cuerpos funcionariales y jurisdicciones antiguas. Con esta última constatación
se cierra el círculo conceptual de identificación de lo que constituyó la
sustancia del venerable texto gaditano. Si el argumento expuesto es válido, el
debate sobre la continuidad o novedad de la primera Constitución liberal
española tiene escaso sentido.
Josep M. Fradera es catedrático de Historia
Contemporánea en la Universitat Pompeu Fabra/ICREA.
FUENTE: EL PAIS, 30 JULIO 2012