Eulogia Merlé |
En 1984 este diario organizó en Girona con El
Monun coloquio sobre el tema “¿qué es España?”. Durante una de las sesiones,
desde el público, formulé a Javier Pradera la pregunta de si no hubiera sido
mejor el establecimiento de un Estado federal, en vez del Estado de las
autonomías, y nuestro desaparecido amigo ofreció una explicación convincente:
al federalismo se oponía entonces el grado de desarrollo político muy desigual
de las comunidades. Hubiera sido entonces un error forzar la participación
equiparable de las mismas en la organización del Estado. El tema es si
transcurridas varias décadas, la objeción sigue siendo válida.
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Esa desigualdad de situaciones de partida hizo
obligado el hallazgo del Estado integral en la Segunda República, antecedente
de la Constitución italiana de 1948. La guerra civil impidió entre nosotros que
el goteo de Estatutos culminara, mientras en Italia funcionó sin demasiados
problemas, habida cuenta de que los verdaderos conflictos, como el Tirol del
Sur o Sicilia constituían la excepción dentro de la regla unitaria nacional. La
cuestión de fondo irresuelta desde el Risorgimento, la integración asimétrica
del Sur, se planteaba entonces y ahora desde otras coordenadas, y el invento de
Padania, ligado asimismo al desarrollo desigual dentro del espacio económico
italiano, es un fenómeno reciente y de otras características.
En España, el problema viene de lejos y
siempre resulta útil mirar a Francia para establecer una comparación, ya que
ambas fueron lo que en el siglo XVIII se llamó “monarquías de agregación”,
donde en un proceso secular iban sumándose territorios en torno a un núcleo, el
dominio real en Francia, la Corona de Castilla en España —con el contrapunto
hasta 1714 de la Corona de Aragón—, desarrollando una pretensión centralizadora
en el Antiguo Régimen que no anuló a ambos lados de los Pirineos la
singularidad jurídico-política de los pays d’Étatso de los territorios
forales. El corte llegó en Francia con la Revolución, que al abolir las
particularidades históricas sentó las bases de un Estado-nación consolidado en
el siglo y medio sucesivo. Mientras tanto, en España el proceso de construcción
nacional, fijado ideológica y constitucionalmente en 1812, se vio afectado por
una sucesión de estrangulamientos, a partir del atraso económico, pero también
en la enseñanza, en la participación política, hasta desembocar a fines del
siglo XIX en una crisis general de la identidad española que abrió paso al auge
de los nacionalismos periféricos.
No fue cuestión de esencias nacionales, ya
que en Francia hay también vascos, catalanes, e incluso bretones, sin que
existan movimientos nacionalistas susceptibles de cuestionar como en España la
supervivencia del Estado-nación. Y el brutal intento unificador del franquismo
sirvió solo en definitiva para agudizar aún más las tensiones.
La solución
democrática estaba ahí desde que en 1840 nuestro primer republicanismo, con
Cataluña al frente, propusiera la organización federal de España. Contó con un
gran teórico, Pi i Margall, y también con un gran antídoto para su puesta en
práctica por el fracaso de 1873. En 1931 el espectro de la Federal propició el
viraje hacia el Estado integral, el cual a su vez sirvió de antecedente para el
Estado de las autonomías, el cual en buena medida constituyó un éxito, al
conciliar en la mayoría de los casos la identidad regional en formación con la
española y fomentar una gestión más próxima a los ciudadanos, atenta a las
especificidades culturales y a la exigencia de normalización lingüística en las
nacionalidades. Solo que el Estado autonómico ignoró la exigencia que en la
historia ha marcado el buen éxito del federalismo, consistente en crear
mecanismos horizontales de coordinación de los Estados miembros —un Senado de
verdad— y fijar inequívocamente los límites —sobre asunción de competencias
cuasi-estatales y endeudamiento— respecto del Estado central.
Desde el principio, faltó articulación y se
sucedieron conflictos verticales: “En pocos años —constataba Eliseo Aja— se han
planteado ante el Constitucional 10 veces más conflictos de competencias que en
cuatro décadas en la República Federal Alemana”. Con el complemento de la
duplicidad administrativa y la ausencia de corresponsabilidad fiscal, los
nacionalismos se presentaron como portadores auténticos de los intereses
propios, sin que en los años dorados pudiera percibirse el riesgo de un gasto
excesivo que ahora ha estallado con la crisis. Con tanta mayor incidencia sobre
las élites nacionalistas, cuanto que antes no era posible renunciar a la unidad
de mercado y ahora siempre cabe abrigar la esperanza de un despliegue de la
potencialidad vasca o catalana en el seno de Europa, libres de la camisa de
fuerza española. Mientras germinaba la crisis.
La cuestión de fondo es si el Estado español
soportará una crisis que acentúa las tensiones entre centro y periferia. Existe
un antecedente próximo, la disolución de la URSS, en la cual el desplome
económico jugó un papel determinante. Ante el hundimiento de la Hacienda
soviética, los distintos Estados miembros actuaron con estrategias inspiradas
por el principio de “sálvese quien pueda”. Era también la posibilidad para las
elites regionales comunistas de afirmarse definitivamente como cabezas de los
nuevos Estados.
Algo que en otras
circunstancias puede asimismo suceder entre nosotros, con el aliciente de los
ejemplos exteriores que tanto contribuyó a la fragmentación de Europa desde
1989. Entonces se abrió la puerta a un alumbramiento de nuevas entidades
estatales, congelado desde 1945: la radicalización del PNV respondió a dicho
incentivo. Y ahora despunta una expectativa aun más influyente: el referéndum
de Escocia por su independencia. Nacionalistas catalanes y vascos piensan que
si la secesión escocesa triunfa, nada deberá oponerse a sus propósitos. Y en
Euskadi, se maneja el argumento adicional, tomado del mito sabiniano, de que
así como los escoceses exhiben en la independencia perdida en 1707, los fueros
vascos equivalían a independencia hasta 1839.
En principio, la posibilidad de una fractura
parecía limitada al País Vasco. Ahora cobra fuerza la perspectiva de que
Cataluña tome la delantera, después de la catastrófica maniobra de Zapatero y
Maragall al impulsar un nuevo Estatuto; de esa peripecia han salido una buena
dosis de frustración, resentimiento frente a “Madrid” y, en consecuencia, una
subida en flecha del independentismo. Así las cosas, la evolución de la crisis
revestirá una importancia decisiva, según pudo apreciarse al plantear el
gobierno central una intervención sobre algunas comunidades, y responder de
inmediato Mas con la amenaza de nuevas elecciones en Cataluña, acompañadas del
espectro de la ruptura. La asimilación al concierto vasco constituye el
objetivo, difícil de atender ahora, sin justificación histórica, pero que
ofrece un evidente atractivo para los ciudadanos catalanes. De persistir y
agudizarse la tensión, el independentismo puede muy bien constituirse en
expresión del malestar social, toda vez que la izquierda (PSC e IC) carece de
una estrategia propia.
Otro tanto sucede en Euskadi, también aquí con
2015 como fecha mágica, con un PSE al borde de despedirse para siempre del
gobierno vasco, impulsado además por su presidente a jugar el juego del
nacionalismo. Antes que la economía, serán las próximas elecciones autonómicas
las que fijen las perspectivas de futuro, ya que el soberanismo pragmático del
PNV puede encontrarse en un callejón sin salida de triunfar la izquierda
abertzale, con cuyo objetivo político coincide formalmente. Al igual que en
Cataluña, la defensa abierta de España queda reducida a un PP condenado a ser
aun más minoritario gracias a Rajoy. Aun con buenos resultados, será difícil
evitar que Urkullu proponga un nuevo tipo de vinculación con el Estado, de
signo confederal, comparable en el fondo, ya que no en la forma, con el
periclitado plan Ibarretxe. Y Bildu estará ahí para impedir retrocesos.
Ciertamente, nada en la Constitución autoriza
semejantes derivas, pero según advirtiera la Corte Suprema de Canadá, la fuerza
no es el procedimiento para resolver tales cuestiones en democracia. La crisis
económica se constituye así en marco y en impulsor de una fragmentación del
Estado que el federalismo hubiera podido conjurar.
Antonio
Elorza es catedrático de Ciencia Política.