En los días previos, frente a la hoguera, el patriarca del
grupo neandertal al que se había incorporado Ida tomó una difícil decisión.
Llevaban semanas sin encontrar comida, el frío empeoraba las cosas y varios de
sus miembros habían muerto de hambre. Lejos quedaban los tiempos en los que
alimentaban el fuego con los huesos de las presas, mientras disfrutaban de la
carne y la grasa asada, y reían con las historias contadas al calor de las
llamas. Las niñas y el pequeño fueron los primeros en caer. Los dejaron bajo un
montón de piedras en el fondo de la cueva. Ida tenía 20 años, los cabellos
pelirrojos y los ojos claros, y sabía lo que significaba perder a alguien
querido. Muchos meses atrás, antes de unirse al clan, en otro lugar más cálido,
había enterrado a su padre, colocando encima la cuerna del gran ciervo. Le
cuidó con cariño durante casi 10 años, desde el día en que aquel oso le
destrozó de un zarpazo el nervio de su brazo izquierdo y parte del pie. Ahora,
los del clan morían deprisa; a los niños les siguieron los muchachos y las
mujeres, siempre después de esas extrañas toses nocturnas. El patriarca decidió
que debían alimentarse de la carne de los muertos.
De forma ceremoniosa, arrastraron los cadáveres hasta la
entrada de la cueva y comenzaron a despedazarlos con gran habilidad. Usando las
hachas y los filos cortantes, los desollaron y separaron la carne de los
huesos. En algunos casos rompían los más largos para extraer la médula de su
interior. Aunque Ida sació su apetito, observó que el mal había hecho presa en
todo el grupo, como un demonio saliendo de lo más oscuro de la cueva. Tuvo que
cuidar de ellos hasta que murieron. El patriarca fue el último en caer. Ida
comprendió que algo invisible y maligno anidaba en esa cueva y que moriría si
se quedaba allí. Las zarpas del demonio la alcanzarían como las del oso que
destrozaron a su padre.
Después de aprovisionarse de la carne del propio patriarca,
Ida se encaminó hacia el sur. Su padre le había enseñado que cuando no hay
animales que cazar convenía observar cuidadosamente todo lo que la naturaleza
podía ofrecerle. Encontró algunas de las hierbas que maduraban en los pastos,
en las llanuras. Buscó los granos en las espigas, duros como piedras, pero que
podían ablandarse con el fuego si se echaban en agua muy caliente. Había que
echar las piedras calentadas entre las llamas en el agua y arrojar allí los
granos. Se podía hacer una deliciosa pasta que salía al machacarlos. Su padre
le había explicado también una manera de sacar una sustancia muy pegajosa de la
corteza de un árbol, después de cocinarla con fuego durante horas. Era ideal
para pegar los filos de piedra del hacha a los palos.
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EL PAÍS.
FUENTE: EL PAÍS (Luis Miguel Ariza), 13 FEBRERO 2011