Eva Vázquez |
Este año, como los anteriores, la familia de mi mujer se reunió en la antigua granja de su abuelo en Shenandoah Valley, Virginia, para celebrar la fiesta nacional de Estados Unidos, el 4 de julio; es siempre una reunión deliciosa. Pero este año fue además una reunión rara, porque el 4 de julio caía en miércoles, en mitad de una semana laboral para una familia llena de empresarios, médicos, consultores y funcionarios. De modo que nos divertimos, en grupo y de diversas formas, el 1 y el 2 de julio, y el 3 la casa ya estaba casi vacía, mientras muchos se mostraban desilusionados por cómo había caído la fiesta.
Un día, al notar esa desilusión, pregunté en
tono alegre: “¿Pero por qué tiene que celebrarse justo el 4 de julio?” Al fin y
al cabo, los historiadores profesionales no están seguros de si la Declaración
de Independencia se firmó verdaderamente ese día, y el Congreso de Estados
Unidos no estableció la fiesta nacional hasta muchas décadas después. ¿Por qué
no ser más flexibles?
No hay más que recordar que la fiesta más sagrada del calendario cristiano, el Domingo de Pascua, se celebra “el primer domingo tras la luna llena posterior al equinoccio de primavera”, es decir, se define de acuerdo con el calendario lunar (igual que la fiesta nacional de Israel) y no tiene fecha fija. Y en Estados Unidos, ¿no cambian las fechas de Memorial Day y Labor Day (el día de los caídos, en mayo, y el día del trabajo, en septiembre) de un año para otro?
Al hacer esta pregunta tan impertinente, me
cayó encima una avalancha de críticas. ¿Cómo iba a entender yo, ignorante
británico, el auténtico significado simbólico de una fecha que conmemoraba el
nacimiento de una nueva nación en 1776 (aunque la Declaración se firmara quizá
otro día)? Como no quería provocar ninguna pelea familiar, me callé.
Pero nuestra discusión me dejó lleno de
preguntas. ¿Para qué sirven las fiestas nacionales, y por qué alguna gente se
las toma con tanta pasión?
Las enciclopedias ayudan un poco, pero también
muestran una situación confusa: Si buscan en Google “fiestas nacionales del
mundo”, verán a lo que me refiero. La mayoría de los más de 150 ejemplos que
ofrece se llaman “Día de la Independencia”, y la mayoría conmemora una
independencia otorgada, cuando las potencias europeas se retiraron de sus
colonias de África, Asia y el Pacífico durante los años sesenta y setenta; hay
pocos ejemplos como el jinete de la rebelión de Boston, Paul Revere. Existen
fiestas nacionales que celebran una rebelión, como el Día de la Bastilla de
Francia y el Día del Triunfo de la Revolución de Cuba. Pero se quedan en nada
al lado de todas las fiestas que conmemoran el nacimiento de un gobernante, ya
sea actual o histórico. Algunas se toman más en serio que otras: la fiesta de
Australia es el 26 de enero, pero, para la mayoría de los australianos y los
neozelandeses, el 25 de abril, Anzac Day, que recuerda el bautismo de fuego de
sus tropas en Gallípoli, es mucho más importante.
¡Pero esperen! Tres países muy conocidos
—Inglaterra, Escocia y Gales— no tienen verdadera fiesta nacional. Se supone
que la fiesta de cada uno de ellos es la del santo patrón: San Jorge, San
Andrés y San David. Pero nadie le da mucha importancia y todo el mundo va a
trabajar. Solo la quinta parte de los ingleses sabe cuándo se celebra San
Jorge; imagínense qué histéricos se pondrían los de las banderas si ocurriera
eso con el Día de la Independencia en Estados Unidos. Además, ¿cuál podría ser
la fiesta nacional inglesa? No hay un hecho que marque su independencia, como
no sea cuando los romanos se retiraron, o cuando Guillermo el Conquistador
llegó en 1066, o cuando la aristocracia liberal se deshizo de la dinastía
Estuardo —de forma pacífica— en 1688. Quizá los habitantes de Kent y Yorkshire
están tan seguros de su identidad nacional que no necesitan un día especial;
desde luego, no les importaría que se trasladara para evitar conflictos con la
semana laboral.
Las fiestas nacionales, como las banderas
nacionales y los sellos de correos, son intentos de capturar la identidad y el
reconocimiento. También lo son los himnos nacionales, que, si se piensa, son
todavía más extraños y mucho más chauvinistas.
Cuando se es una nación, por lo visto, hay que
tener un himno, con una letra que suele reafirmar la belleza del país, su
destino y lo especial que es. El hecho de que los himnos de todos los demás
digan que ellos también son especiales no parece importar mucho a los patriotas
de turno. Resulta irónico, por consiguiente, que todos los que ven los Juegos
Olímpicos en televisión vayan a oír tanta música rara en las próximas semanas,
cuando se supone que todos debemos estar celebrando nuestra humanidad y la
belleza del deporte.
Los himnos nacionales aparecieron en dos
grandes oleadas históricas, con muchos otros individuales entre una y otra. La
primera se produjo a finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando las
grandes potencias de Occidente se dieron cuenta de que formaban parte de un
sistema de Estados establecido y, por otra parte, los pueblos de Sudamérica
obtuvieron su independencia. Todos ellos quisieron tener su himno.
Ahora bien, si somos sinceros, debemos reconocer
que, en general, son músicas bastante horribles. El de Estados Unidos es
imposible de cantar para una voz normal. El francés deja sin aliento a quien lo
canta. God Save the King es una pesadez, en comparación con Rule
Britannia. Solo el alemán (compuesto en un principio para Austria) tiene
auténtica calidad, seguramente porque se lo encargaron al gran compositor
Haydn. Y los himnos posteriores son igual de malos: no conozco a un australiano
que no prefiera la canción popular Waltzing Matilda al himno oficial, Advance
Australia Fair. Los himnos socialistas, a diferencia de las marchas
socialistas, son espantosos. Y ninguno de los himnos nuevos de la segunda
oleada, producida por la descolonización occidental, es una maravilla. Sin
embargo, las posibilidades de arrojarlos todos a la papelera de la historia son
nulas; los pueblos, y en especial sus políticos, se aferran a ellos como un
molusco a una roca costera.
Lo tradicional era que, al saber que un país
iba a albergar los Juegos Olímpicos, la banda escogida por el país anfitrión
—la Banda de la Policía Republicana, la Banda de los Marines de EEUU—
cayera en el pánico, porque tenía que aprenderse de memoria los himnos de todos
los países, no fuera a ser que Samoa, por ejemplo, obtuviera la medalla de oro
en lanzamiento de disco. El resultado inevitable era una pésima interpretación
de una mala composición.
Es un alivio saber que esta vez los británicos
han dado con la solución. Con permiso del Comité Olímpico, la London
Philharmonic Orchestra grabó por adelantado los 205 himnos nacionales. Cada vez
que un ganador de la medalla de oro sube al podio y se iza su bandera nacional
(otra pesadilla de la identidad), se toca un máximo de 90 segundos del himno
correspondiente, y con bastante calidad. ¡Menos mal!
No tiene sentido tratar de explicar todo esto
al equipo de científicos marcianos que me visitan de forma periódica para
preguntarme sobre las peculiaridades de los humanoides que dominan la Tierra.
Al fin y al cabo, los marcianos, sensatos, no tienen ni himnos, ni banderas, ni
fiestas nacionales, ni fronteras, ni naciones; por lo visto, no necesitan todos
esos símbolos de seguridad. Nuestras debilidades humanas les asombran. Las
ovejas no ondean banderas. Los peces no cantan himnos entre sus burbujas. Los
vencejos y las golondrinas no celebran fiestas nacionales. “Por qué las
personas sí?”, preguntan los marcianos.
Si lo piensan detenidamente, es una pregunta
interesante. ¿Quién tiene la respuesta?
Paul Kennedy ocupa la cátedra Dilworth de
Historia y es director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la
Universidad de Yale; es autor o compilador de 19 libros, entre ellos Auge
y caída de las grandes potencias.
© 2012, Tribune Media Services, Inc.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
FUENTE: EL PAÍS, 4 AGOSTO 2012