La anulación de la doctrina Parot por el Tribunal europeo de
Derechos Humanos —si se hubiera remozado a tiempo el Código Penal de 1973, no
habría habido ni doctrina ni condena— y la reciente demanda del PSOE ¡38 años
desde la muerte del dictador! de que se suprima por fin del Valle de los Caídos
la función de símbolo vivo del franquismo, han puesto de manifiesto que el
viejo régimen sigue marcando la actualidad.
El tránsito de la dictadura a la democracia, “de la
legalidad a la legalidad”, llegó con la Ley para la Reforma Política, la última
“ley fundamental” del régimen y la primera del reformado. Sin participación de
la débil oposición, entonces simplemente tolerada, las Cortes franquistas
sentaron las bases de la nueva etapa que abría la “monarquía parlamentaria”,
con dos cámaras, Congreso y Senado, elegidas por sufragio universal.
Para las primeras elecciones en junio de 1977, el último
presidente del Gobierno del régimen fallecido y el primero del que estaba por
nacer dictó una ley electoral, que todavía se mantiene en sus aspectos básicos,
especialmente pensada para facilitar una mayoría amplia a los dos partidos de
ámbito nacional más votados, restableciendo así, conscientemente o no, la
alternancia que caracterizó a la restauración de 1874.
Con los resultados de las primeras elecciones en las que el
pueblo español tuvo algo que decir, el modelo franquista de transición empezó a
resquebrajarse, al imponer una Constitución por consenso. Pero, mientras
gobernase la fracción reformista del franquismo bajo la estrecha vigilancia de
un Ejército propenso a defender las viejas esencias, se comprende que no
cupiese, no ya romper, es que ni siquiera distanciarse del pasado.
Pese a que se actuó con la mayor cautela, la actitud
antidemocrática de una buena parte del Ejército desencadenó el 23-F; su derrota
supuso también el fin del franquismo más acérrimo. El apabullante triunfo
socialista de 1982, inconcebible sin la intentona, parecía garantizar el fin
definitivo del franquismo, pero lamentablemente tampoco entonces se llevó a
cabo la ruptura esperada.
Un libro reciente de José Ángel Sánchez Asiaín, con un gran
acopio de datos, fundamenta algo básico, de lo que hasta ahora no se era
consciente con la claridad necesaria: fue la élite económica —terratenientes,
industriales, financieros— la que desde el mismo 14 de abril promueve y
financia el golpe militar, recabando la ayuda de Salazar, Mussolini y Hitler,
que endeuda a España por decenios.
A la conspiración del dinero la Iglesia católica da
cobertura ideológica, constituyéndose en un apoyo determinante de la rebelión.
Ni los partidos de derechas, ni las minúsculas organizaciones fascistas
hubieran podido subvertir el orden republicano. Los dos agentes principales de
la conspiración fueron también los mayores beneficiarios de los 40 años de
dictadura.
Si franquismo significa la conjunción del poder económico y
el de la Iglesia, es obvio que se remonta a etapas anteriores a la República,
que habría más bien que entender como el primer intento de poner coto a ambos.
En esta nueva acepción el franquismo ha existido antes de la república, y
desprendido de la tramoya —partido-movimiento, sindicatos verticales, nacional
sindicalismo— persiste a la muerte del dictador. El poder del dinero, lejos de
declinar, ha aumentado, y a pesar de una pérdida enorme de influencia social,
la Iglesia mantiene sus privilegios.
Los logros de los primeros Gobiernos socialistas —haber
arrancado de raíz el viejo militarismo, desenganchándonos de una losa que
arrastrábamos desde hace siglo y medio, acudiendo tanto a los fondos de
reptiles, como a una política militar consecuente; sentar los rudimentos del
Estado social; conseguir integrarnos en Europa— no debe acallar el hecho de que
los socialistas, a la cabeza los que venían de un marxismo harto confuso,
reforzaron las dos columnas del llamado franquismo, el dinero y la Iglesia.
Sin la menor querencia por una socialdemocracia, que ya
habían criticado al inicio de la transición, apelando a modelos harto vagos de
socialismo, al llegar al poder los socialistas de repente descubren que la
única política eficiente para crear riqueza sería la neoliberal que predican
Reagan y Thatcher. El keynesianismo, con su doble objetivo de combatir,
mediante la intervención del Estado, el desempleo y la desigualdad —justamente
las dos metas con las que la socialdemocracia se había identificado— sería agua
pasada.
Como sucedáneo cobija el dogma simplón de que, primero,
habría que crear riqueza, algo de lo que solo sería capaz un capitalismo sin
trabas —cualquier otra opción nos condenaría a repartir miseria— que luego los
Gobiernos de izquierda ya se encargarían de distribuir con equidad, ignorando
lo más elemental, que el reparto viene ya implícito en el modo de producir.
El poder económico que se consolidó en la restauración, que
financió la aniquilación de la república, que durante la dictadura dominó con
la clase obrera encadenada, logrando salir incólume en una transición hecha a
la medida, alcanza su mejor momento al llegar los socialistas al Gobierno. La
prioridad socialista de crear riqueza, dejando actuar a un capitalismo sin
cortapisas, expande sobre todas las clases sociales el afán de enriquecerse.
En cuanto a la relación con la Iglesia, la pauta es evitar
cualquier tipo de fricción. A nadie se le pasa por la cabeza, no ya cancelar el
Concordato, expresión máxima del franquismo, es que ni siquiera restringir uno
solo de sus privilegios. Incluso se nombra embajador en el Vaticano al antiguo
alcalde de A Coruña Francisco Vázquez, que más bien ejerció como representante
de los intereses de la Santa Sede ante el Gobierno de España.
La reciente conferencia socialista propone, como única
novedad, abolir el Concordato. Si se hubiera llevado a cabo dentro de un
proceso de ruptura con el franquismo, que ni siquiera se planteó, hubiera
resultado factible; reclamarlo tan lejos del poder para poder cumplir, es
regalar munición a la derecha a cambio de nada.
Tan grave como la continuidad con el franquismo, conservando
intactos sus dos pilares, el poder económico y el eclesiástico, fue reforzar la
actitud recelosa ante la democracia que había teñido la Transición.
La refundación del PSOE, a gran velocidad y partiendo
prácticamente de la nada, facilitó un fuerte control del partido desde la
cúspide, que se hizo omnímodo con el reparto de cargos al llegar al Gobierno.
No solo no quedó rastro de democracia interna, sino que la menor crítica que se
hiciera desde sus filas, los militantes la interpretaban como un ataque
personal que ponía en cuestión la posición adquirida, o la expectativa de
conseguirla. Y con las cosas de comer no se juega.
Pero tanto o más que cuidar de que en casa “no se alborote
el gallinero”, había que ser diligente a la hora de desmontar los movimientos
sociales, que de suyo propenden a desmadrarse con iniciativas o reclamos que no
encajan en la política realista y moderada que se quería poner en marcha.
La llegada del PSOE al poder, en vez de ampliar, refuerza el
tipo de democracia harto restrictiva de la Transición. Así como en lo económico
se aparta de los principios básicos de la socialdemocracia (papel del Estado en
las políticas de empleo y de igualdad) y rompe con la unidad de acción de
partido y sindicato (movimiento obrero); en lo político, repudia cualquier
forma de participación social, empeñado en desmontar los movimientos vecinales
y asociaciones de base, con lo que la democracia queda constreñida en su forma
más escuálida de votar en los plazos previstos, aplicando sin cambio
sustantivo, para mayor inri, la impresentable ley electoral heredada.
Los resultados están a la vista.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.
FUENTE: EL PAÍS 30 Noviembre 2013