Son dos formas radicalmente distintas de acercarse al
conocimiento del pasado. La primera se basa en pruebas documentales que se
interpretan a la luz de un esquema racional; el segundo quiere dar lecciones
morales.
Continúa la batalla por la historia. Y continuará, porque,
como ha escrito Richard Rorty, la lucha por el relato del pasado es la lucha
por el liderazgo político. Me atrevería a matizarlo: es la lucha por la
legitimidad, tanto de líderes como de instituciones. Cuando la Biblia narra la
creación del hombre en primer lugar y de la mujer a partir de la extracción de
una costilla suya —porque “no es bueno que el hombre esté solo”—, está
legitimando la postergación y sumisión del género femenino; como cuando relata
el pecado original está justificando la obligación de trabajar.
Me objetarán: pero la Biblia no es un libro de historia; es
una narración legendaria, es puro mito; son hechos que no están avalados por
evidencia alguna; aceptarlos o no es un acto de fe. De acuerdo. Pero es que el
mito, no lo olvidemos, fue el origen de la historia y ha seguido estando
íntimamente unido a ella hasta hoy mismo —y en dosis nada despreciables—.
Llamamos mito a un relato fundacional (M. Eliade), que
describe “la actuación ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo
memorable y lejano” (García Gual). El mito versa sobre las hazañas y
penalidades de unos héroes y mártires que son los padres de nuestro linaje. Su
conducta encarna los valores que deben regir de manera imperecedera nuestra
comunidad. No es historia, claro, porque no se basa en hechos documentados.
Pero de ningún modo es un mero relato de ficción, al servicio del
entretenimiento, pese a que su belleza formal también pueda hacerle cumplir esa
función. Responde, por el contrario, a una pregunta existencial (Lévi-Strauss):
narra la creación del mundo, el origen de la vida o la explicación de la
muerte. Está basado en oposiciones binarias: bien/mal, dioses/hombres,
vida/muerte. Expresa deseos —que el héroe intenta llevar a la práctica—,
perversiones y temores —encarnados en monstruos—, e intenta reconciliar esos
polos opuestos para paliar nuestra angustia. El mito es, en términos del
psicólogo Rollo May, un “asidero existencial”, algo que explica el sentido de
la vida y de la muerte. No es, en modo alguno, inocuo. Está cargado de
símbolos, de palabras y acciones llenas de significado. Y tiene gran interés,
como cualquier antropólogo sabe, para entender las sociedades humanas.
La Historia —con mayúscula, es decir, como rama del
conocimiento, no como mera sucesión de hechos— es un género radicalmente
diferente. Porque es un saber sobre el pasado; quiere estar regida por la
objetividad, alcanzar el status de ciencia, como otros campos del conocimiento
humano. Nunca será una ciencia dura, desde luego, comparable a la Biología o a
la Química, ni tendrá el rigor lógico de las Matemáticas; ante todo, porque se
basa en datos interpretables, de origen subjetivo normalmente; pero, además,
porque en su confección misma tiene mucho de narrativa, de artificio literario
(Hayden White). Quiere ser, sin embargo, una narrativa veraz, basada en pruebas
documentales que se interpretan a la luz de un esquema racional. No es pura
literatura de ficción (pese a los intentos de S. Schama).
El mito, en cambio, no busca, ni aparenta buscar, un
conocimiento contrastado de los hechos pretéritos. Su objetivo es dar lecciones
morales, ser vehículo portador de los valores que vertebran la comunidad. Desde
el punto de vista político, su importancia se deriva, por tanto, de que crea
identidad, de que proporciona autoestima. Los individuos que sufren una amnesia
total carecen de identidad. Y las comunidades humanas, cuando aceptan o
interiorizan un relato sobre su pasado común —un relato cargado de símbolos,
como el mito—, construyen a partir de él todo un marco referencial, al que se
llama cultura, en el que consiste su identidad colectiva y que proporciona
estabilidad y seguridad a sus miembros.
Historia y mito son, por tanto, dos formas radicalmente
distintas de acercarse al conocimiento del pasado. Y, sin embargo, pese a ello,
hay que reconocer, para empezar, que la historia tuvo su origen en el mito; y
que, además, tampoco puede evitar desempeñar la función de crear identidad y
proporcionar autoestima. Porque, al relatar nuestro pasado, legitima ciertas
propuestas políticas, bien como retorno a situaciones pretéritas idealizadas o
como derecho a alcanzar antiguas promesas.
En el mundo contemporáneo, el posterior a las revoluciones
liberal-democráticas, el sujeto de la soberanía por excelencia ha sido la
nación. Consecuentemente, los libros de Historia se han reorientado para
hacerlos girar en torno al sujeto nacional. Porque los Estados hoy existentes
se consideran encarnación de esa nación o comunidad ideal y, para legitimarse,
proyectan hacia atrás la existencia de aquella mucho más de lo que una mente
crítica aceptaría. En el caso español, en los manuales escolares de Historia
que se usaban cuando la gente de mi edad éramos niños enseñaban que Viriato
había luchado por la “independencia de España” frente a las legiones romanas,
en el siglo II antes de Cristo, o que, por esa misma causa y en época cercana,
los habitantes de Sagunto y Numancia habían preferido suicidarse colectivamente
a rendirse, ante la aplastante superioridad de los sitiadores cartagineses o
romanos, los cuales, al entrar, solo encontraron cadáveres y cenizas. No
importaba que Sagunto fuera una colonia griega ni que ninguna fuente histórica
directa testimonie la muerte de todos sus habitantes; Tito Livio, al revés,
consigna que Aníbal tomó la ciudad al asalto y Polibio dice que consiguió en
ella “un gran botín de dinero, esclavos y riquezas”. En cuanto a los
numantinos, resistieron, según Estrabón, heroicamente, “a excepción de unos
pocos que, no pudiendo más, entregaron la muralla al enemigo”. Tampoco suele
dedicarse un instante a reflexionar sobre si Viriato, “pastor lusitano”, podría
comprender el significado del concepto de “independencia”, ni aun el de la
palabra “España”, porque, en sus montañas de la hoy frontera portuguesa,
difícilmente habría visto un mapa global ni tenido idea de que vivía en una
península.
El historiador nacionalista —dan ganas de poner comillas al
primero de estos dos términos— deja de lado todos esos datos porque lo único
que le importa es demostrar la existencia de un “carácter español”, marcado por
un valor indomable y una invencibilidad derivada de su predisposición a morir
antes que rendirse, persistente a lo largo de milenios. Y digo bien milenios,
porque el salto habitual, desde Numancia y Sagunto, suele darse hasta Zaragoza
y Gerona frente a las tropas napoleónicas; y vade retro a aquel que se atreva a
objetar, por ejemplo, que todo el territorio “español” —godo— se abrió sin
ofrecer una resistencia digna de mención ante los musulmanes, tras una única
batalla junto al Estrecho. Al historiador nacionalista le importa, en
definitiva, dejar sentado, por usar términos que gustan al actual presidente
del Gobierno, que España es “la nación más antigua de Europa”; o del mundo.
Como la imaginación de la que estamos dotados los humanos
es, desgraciadamente, bastante limitada (pobres de nosotros de haberse hecho
realidad aquello de “la imaginación al poder”), los topoi mitológicos son
relativamente pocos; y se repiten. Volviendo a Sagunto y Numancia, hay que
recordar que el caso canónico, mucho más conocido que el español, sobre una
ciudad sitiada que decide inmolarse ante el imparable ataque enemigo, es el de
la fortaleza judía de Masada, cuyos defensores se dieron muerte antes que
rendirse a los romanos. El relato de Josefo, única fuente directa sobre el
tema, menciona, de todos modos, algunas excepciones a aquel suicidio colectivo;
y la evidencia arqueológica no ha aportado prueba alguna de la hecatombe. Pero
no terminan aquí las imitaciones. Dos Historias de Galicia de mediados del XIX,
las de José Verea y Aguiar y Benito Vicetto, incluyeron el episodio del Monte
Medulio, donde los celta-galaicos, tras resistir heroicamente frente a la
abrumadora superioridad romana, acabaron entregándose también a la orgía
suicida. Eran los mártires que el galleguismo necesitaba en su despertar
nacionalista.
Pero las otras versiones ibéricas de la mitología
nacionalista que se disfraza de historia, tantas veces mimetizadas de la
españolista, pueden dejarse para otra ocasión.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la
Universidad Complutense de Madrid. Su último libro es Las historias de
España (Pons/Crítica).