"EL REY NO GOBIERNA, PERO REINA" (Juan Luis Cebrián)

EVA VÁZQUEZ
La famosa frase de Adolphe Thiers “el rey reina, no gobierna” se ha convertido en un eslogan clásico de la Monarquía parlamentaria, después de que su autor la utilizara en el siglo XIX para destruir a Carlos X de Francia, cuyas tendencias absolutistas concluyeron con su destronamiento. Pero si el rey no gobierna (“no administra”, añadía Thiers en su alegato) efectivamente reina, lo que quiere decir que no es un muñeco ni un robot, que tiene un papel en la representación del Estado y que sus actos, tanto como sus omisiones, comprometen a este. O sea que es comprensible el aluvión de comentarios de todo género que ha suscitado el discurso de aceptación de la Corona.

Llama la atención lo satisfechos que se muestran algunos de que Felipe VI haya asumido públicamente su condición de monarca constitucional, cuando no podía ser de otra forma, o la actitud de aquellos que aclaman la neutralidad de sus palabras respecto a las fuerzas políticas, lo que no es del todo exacto, habida cuenta de que es el Gobierno quien redacta o cuando menos supervisa, y autoriza, las palabras del Rey. Este naturalmente, como todo aquel que ejerce un cargo, tiene además limitada su libertad de expresión por el ejercicio de su propia responsabilidad, pero eso no quiere decir que no pueda decir lo que piensa con emoción y sentimiento, como lo hizo al referirse a su madre, ni que deba inhibirse en todo momento de señalar lo que a su juicio son cuestiones clave de la convivencia nacional. Por eso es tan de lamentar que en su primera intervención como monarca, cuando se está anunciando un acercamiento de la Corona a los ciudadanos, se limitara a hacer un discurso políticamente correcto en el que las palabras que mejor indican las preocupaciones de estos, corrupción y paro, no fueron ni siquiera pronunciadas.

Dentro de la más estricta legalidad constitucional y neutralidad respecto a los partidos, el nuevo monarca podría haberse referido a la disposición de nuestro país a trabajar por la paz en un mundo en el que proliferan los conflictos bélicos; podía haberse erigido en defensor de las libertades constitucionales, a comenzar por la de expresión; haber anunciado su compromiso con el ejercicio de los derechos humanos, en referencia a los abusos contra los inmigrantes, e incluso podía haber citado a su padre cuando este recordó solemnemente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. También, ¿por qué no?, podía haber sido más explícito en lo que se refiere a los derechos de la mujer en nuestro país, dada la circunstancia de que si naciera un varón de su matrimonio, la princesa de Asturias sería desplazada por su hermano en la prelación sucesoria al trono, un hecho absolutamente contradictorio con las promesas de modernización de la Monarquía. En definitiva, podía haber hecho un discurso para la Historia y no haberse limitado a rellenar un formulario de buenas intenciones. Estoy seguro de que así habría sido si, además de tener presente que el rey no gobierna, alguien le hubiera hecho notar que, cuando menos, reina.

En las democracias modernas las Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia política. Esta es una reflexión que tuve muchas veces oportunidad de escuchar al propio don Juan Carlos que, en su caso, se esforzó como nadie para que sus actos fueran coherentes con sus pensamientos. Suele decirse que los españoles no son monárquicos, y que no lo han sido durante los últimos 40 años, pero sí juancarlistas en virtud de los servicios que el rey que ha abdicado prestó a la restauración de la democracia. Restauración, por cierto, que en realidad fue una instauración, habida cuenta de nuestra azarosa relación histórica con las libertades. Felipe VI tiene, pues, que demostrar su utilidad, y la de la institución que encarna, en momentos muy difíciles para el prestigio de la democracia representativa y en los que los perfiles y capacidades del Estado nación se difuminan en medio de la oleada globalizadora. Por muy buen equipo del que se rodee, y por muchas que sean sus habilidades, no le será fácil conseguirlo si continúan creciendo los sectarismos que pretenden identificar a la Corona con el programa político de la derecha y a la República con el ensueño utópico de la izquierda.

La variedad de chapuzas, legislativas y de todo género, con las que el partido en el Gobierno, arropado ampliamente por los de la oposición, ha abordado el proceso abdicatorio ponen de relieve que frente a las declaraciones de normalidad institucional que se han hecho descuellan indudables síntomas de debilidad del edificio político construido durante la Transición. Hace más de un año que este periódico publicó un decálogo de reformas necesarias para defender la continuidad constitucional, hoy amenazada por la desafección ciudadana y las revueltas nacionalistas. Entre las medidas solicitadas estaba la necesidad de un Estatuto de la Corona que reglamentara el ejercicio de esta, sus deberes y responsabilidades, sus privilegios y límites. La pasividad de las fuerzas políticas al respecto ha derivado ahora en un espectáculo de improvisaciones incomprensibles en las que ni siquiera los diputados europeos recién electos fueron invitados a la recepción en homenaje al nuevo rey. Las detenciones de manifestantes que apoyaban a la República, la recomendación policial de no lucir la bandera tricolor en los balcones o de no enarbolarla en lugares públicos, además de vulnerar las libertades de expresión y manifestación, ponen de relieve los temores del Ministerio del Interior a que el ejercicio de los derechos constitucionales desluciera la toma de posesión de un rey que lo es precisamente gracias a la Constitución. La propia ausencia de dignatarios extranjeros en el acto de proclamación, en virtud de un cínico reclamo de austeridad, ha servido para encerrar de nuevo mediáticamente a este país en un gueto político, al tiempo que se pretendía proclamar solemnemente el papel de España en el mundo. Parecía como si el régimen supiera de sus debilidades, pero tratara de ocultarlas antes que de vencerlas. La derrota estrepitosa de nuestra selección de fútbol causó más expectación e interés en los medios internacionales que los fastos del Congreso.

Las élites gobernantes de este país pueden seguir mirando para otro lado todo el tiempo que quieran, pero las instituciones emanadas de la Constitución de 1978 pasan por serias dificultades y pueden verse amenazadas si no se emprenden cuanto antes las reformas precisas. La Monarquía era una de las que más aprecio contaba entre los ciudadanos hasta que la corrupción involucró al yerno, y quién sabe si también a la hija del monarca. La abdicación del Rey ha sido una respuesta tan lúcida como arriesgada a quienes demandaban cambios, pero no resultará suficiente si no viene acompañada de otras medidas. Quizá el Gobierno siga creyendo que todo se solucionará si promete bajar los impuestos y disminuye la prima de riesgo porque alguien se atreva a decir, remedando la pancarta electoral de Bill Clinton, que la respuesta “es la economía, estúpido”. Pero en los tiempos que se avecinan se trata sobre todo de la política.

Quien fuera presidente del Tribunal Constitucional y ministro del Gobierno de Suárez, Manuel Jiménez de Parga, publicó hace años un artículo, con el mismo título que encabeza este, en el que pretendía analizar en qué consistía el papel moderador del “funcionamiento regular de las instituciones” que la Constitución atribuye al Rey. Evocaba al hacerlo una frase del periodista liberal francés Prévost-Paradol, contemporáneo de Thiers, referida al papel del monarca-árbitro: “Colocado por encima de los partidos, no teniendo nada que esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su único interés, como su primer deber, es observar vigilantemente el juego de la máquina política con el fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia general del Estado debe corresponder al árbitro”. Muchos estarán de acuerdo en que estamos en vísperas de un grave desorden en el funcionamiento de la máquina política si no se ataja a tiempo, y se orienta con lucidez, la deriva independentista en Cataluña. A este respecto, de nada valen los lugares comunes sobre la unidad y diversidad de España. Estamos ante un problema institucional que demanda respuestas institucionales. Exactamente lo que expresó Artur Mas tras la proclamación del Rey cuando dijo esperar alguna iniciativa de este al respecto, y por lo que ha sido, al margen cualquier otra consideración, injustamente criticado. Ojalá el príncipe de Girona se muestre sensible a la sugerencia. Y demuestre la utilidad de un rey que no gobierna, pero reina.


FUENTE: EL PAÍS, 23 JUNIO 2014  

CULTURA IMPULSA EL GRAN CENTRO DE LA MEMORIA DEL SIGLO XX ESPAÑOL

'Juego de niños' (1936), fotografía de Agustí Centelles en la que varios niños juegan a fusilar a otros. / AGUSTÍ CENTELLES / CDMH
El Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH), creado en Salamanca bajo la batuta del anterior Gobierno socialista, saldrá reforzado con el impulso del actual Gobierno del PP. Una singular isla de coherencia política en el océano de bandazos que unos y otros propinan cuando se sustituyen en el poder.

Ante el patronato del CDMH, José María Lassalle, secretario de Estado de Cultura, anunció ayer el refuerzo del centro para convertirlo en un un espacio de referencia histórica para investigar la evolución política y social en España desde la Segunda República hasta la Transición con nuevas inversiones en espacios y la llegada de archivos de gran trascendencia histórica. Entre ellos figuran el del PCE, cedido en comodato al centro y que actualmente se encuentra en la Universidad Complutense, así como los fondos del Movimiento Nacional y del Sindicato Vertical, que se custodian en el Archivo Histórico Nacional, o los archivos de políticos de la Transición como Antonio Fontán o Joaquín Garrigues Walker. “Tratamos de ver un periodo histórico que es una unidad en sí, desde la República a la democracia, y ayudar a reflexionar sobre lo que pasó”, señaló Jesús Prieto, director general de Bellas Artes, Bienes Culturales, Archivos y Bibliotecas.

Para reforzar el centro de Salamanca, se retoma un proyecto paralizado en los últimos años por los drásticos recortes en los presupuestos culturales, como la construcción de una sede de depósito en Tejares en un solar cedido por el Ayuntamiento de Salamanca en 2010, que permitirá quintuplicar la capacidad de absorción de fondos (se pasará de 6,2 kilómetros lineales a 30) y evitar, como estaba ocurriendo en la actualidad, que algunas colecciones se derivasen a otras instituciones por la saturación del CDMH.

El nuevo depósito también asumirá la custodia de los vestigios franquistas retirados de instituciones públicas para cumplir la Ley de la Memoria Histórica. Una comisión de expertos analizó los símbolos que permanecían en edificios del Estado y decretó en 2011 la retirada de 600. Entre ellos figuran placas en honor de caídos y mártires, saludos falangistas, escudos con yugo y flechas, bustos y estatuas de Franco e incluso cuberterías y vajillas de embajadas con iconos de la dictadura.

La inversión prevista en este edificio es de 7,7 millones de euros. Según Cultura, la redacción del proyecto se realizará el próximo año y la culminación de la obra en 2020. Mucho antes, en septiembre próximo, se abrirá en la plaza de los Bandos otra sede del CDMH tras finalizar la rehabilitación de un edificio que había pertenecido a la Seguridad Social en el que se han invertido 9,5 millones.

Jesús Prieto explicó que este edificio tendrá una triple función: administrativa, expositiva y de consulta para investigadores. La sala dedicada a muestras llevará el nombre de Centelles, en honor del fotógrafo cuyo archivo fue comprado por el Ministerio de Cultura en 2009 por 700.000 euros, en una operación que irritó notablemente a la Generalitat catalana.

Además de los nuevos espacios, el CDMH mantendrá la actividad en los actuales espacios del Colegio de San Ambrosio y un depósito de documentos construido en los noventa, que se ha quedado pequeño con sus 4,5 kilómetros de estanterías. Porque desde la creación del CDMH en 2005, sobre el esqueleto del Archivo de la Guerra Civil, la entrada de fondos ha sido constante. Además del archivo Centelles, la colección fotográfica se ha reforzado con obras singulares como las de Kati Horna, una anarquista húngara que documentó la vida cotidiana en las zonas controladas por los anarquistas durante la Guerra Civil o las de Vicente Nieto, un maestro de la fotografía realista de los cincuenta y sesenta.

Las colecciones de documentos, por su parte, se han ampliado con entregas internacionales (la copia de todos los fondos de la Guerra Civil del Archivo del Comité Internacional de la Cruz Roja, la copia del archivo de Juan Negrín procedente de Francia, las entrevistas de historia oral a los exiliados españoles en México o el archivo de la Federación de Deportados e Internados Políticos) y nacionales, como los archivos personales de Dionisio Ridruejo, el ministro republicano Carlos Esplá, o el falangista Carlos Pinilla. Además, de los fondos de la Causa General y del Tribunal Nacional de Responsabilidades Políticas, así como una copia del archivo de la Fundación Francisco Franco.


FUENTE: EL PAÍS  (Tereixa Constenla) 19 JUNIO 2014

"CREO QUE EL LEHENDAKARI AGUIRRE HARÍA HOY HINCAPIÉ EN LA UNIÓN Y EN LA NEGOCIACIÓN" (Ludger Mees)


LUDGER MEES, CATEDRÁTICO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA UPV, El coordinador del último libro sobre el primer presidente vasco destaca del político del PNV que «trascendió de su propia comunidad ideológica»

Los profesores de la UPV Ludger Mees, José Luis de la Granja Sainz, Santiago de Pablo y José Antonio Rodríguez Ranz presentaron el pasado viernes en el ezkertoki de Zarautz su libro 'La política como pasión. El lehendakari José Antonio Agirre (1904-1960)', en un acto organizado por la Fundación Mario Onaindia. 
«Es una muestra de que el carisma y liderazgo del primer presidente del Gobierno Vasco transcendió de su comunidad política e ideológica», destaca el coordinador de la obra. Mees asegura que es «una biografía completa y científica del político vasco más influyente y popular del siglo XX».

-¿Han querido desmitificar la figura de Agirre con este libro?
-Sí. Han sido diez años de investigación en archivos de todo el mundo, y hemos querido mantenernos lejos de las disputas políticas actuales para acercarnos al tema con la máxima objetividad posible. Nos chocó que siendo una persona sobre la que hay calles con su nombre, bustos, estatuas... no se conoce bien lo que supuso su actividad política, que vivió con pasión, como una forma de vida. Hemos querido reconvertir al lehendakari Agirre como mito o símbolo, sobre todo después de escapar de la Alemania nazi y reaparecer en América Latina durante su exilio, en un gran líder político y humanizarlo mostrando sus aciertos y errores.
«El libro se presenta en un acto de la Fundación Onaindia como prueba del respeto del PSE a Agirre»«Buscamos reconvertir al lehendakari como mito o símbolo en un gran líder político y humanizarlo»«En el tema de la soberanía apostaba por un proceso paso a paso y pactando con partidos y el Estado»

-¿Ha incomodado a algunos nacionalistas que este libro muestre algunos de sus fallos y debilidades?
-Solamente a aquellos que prefieren seguir con esa imagen de mito prefijado que existía, sin entrar en la realidad. Habrá otros muchos que agradecerán conocer sus debilidades.

-¿Cuáles fueron los aciertos?
-No es fácil resumir en unas frases un libro de casi 700 páginas. Era un hombre que tenía una facilidad extraordinaria para construir consensos entre diferentes. Eso nos permitió descubrir que pudo convertirse en jefe del Gobierno español republicano en el exilio, lo que demuestra que era un hombre querido, aceptado y respetado como gran líder no solo por los nacionalistas. Otro éxito fue conseguir en 1936 el primer Estatuto de Autonomía, que es el que realmente constituye a Euskadi como una nación políticamente estructurada. Es un mito que fuera fruto de la guerra. Cuando comenzó la contienda ya estaba prácticamente pactado con el dirigente socialista Indalecio Prieto. En tercer lugar, su optimismo inquebrantable consiguió levantar los ánimos de sus seguidores, incluso después de un revés tras otro.

-¿Y el lado negativo de la balanza?
-Que se obligaba a ser tan optimista que a veces esto le llevaba a un absurdo y a alejarse de la realidad. Por ejemplo, su permanente apuesta por la ayuda de las potencias democráticas en la lucha contra Franco. Estaba tan convencido de la bondad de sus interlocutores, sobre todo de los norteamericanos, que a veces eso no le permitía ver que la historia y la política es muchas veces mucho más cruda, fría y orientada por intereses egoístas de los actores de lo que él hubiera querido. Otro error fue su coalición al inicio de la República con el enemigo más acérrimo de la misma, el carlismo, ya que alejó muchísimo la consecución del Estatuto. Finalmente, su pretensión de convertir en satélites del PNV a los demás partidos que estaban en el Gobierno Vasco en el exilio, sobre todo al socialista, lo que provocó la mayor crisis vivida por su Ejecutivo.

-Subraya que Agirre era un hombre de Estado. ¿Significa eso que tal vez no era nacionalista al 100%?
-No podríamos llegar a esa conclusión. Mantuvo, como todos los nacionalistas de entonces, como objetivo a largo plazo, el tema de la soberanía de Euskadi, de su independencia, etcétera, pero es lo suficientemente inteligente para saber que sin una guerra civil, por ejemplo, es imposible materializarlo. Entendía que para conseguir mayores cuotas de autogobierno había que hacerlo de forma gradual, paso a paso y pactando con las fuerzas que están en su Gobierno y con las que controlan el Estado. De ahí su enorme actividad en 1945 como mediador entre las diferentes fracciones del republicanismo enfrentadas entre sí en el exilio. Tenía claro que para que las potencias democráticas les ayudaran necesitaban ofrecerles una alternativa política viable y sólida al Gobierno de Franco. Además, sabía que si él se colocaba en primera línea una vez retornada la república a España tendría una posición muy ventajosa para acordar con el Estado un mayor autogobierno para Euskadi.

-¿Qué pensaría Agirre sobre el actual escenario político vasco?
-Es difícil para un historiador contestar a esa pregunta. Sería hacer ciencia ficción. Creo que Agirre haría hincapié en un valor básico que le guió durante casi toda su trayectoria política: la unión y la negociación. Daba marcha atrás o buscaba otro camino si veía que determinada actitud política conduciría al enfrentamiento y a la confrontación, en vez de al pacto o al acuerdo, y lo hizo siempre para avanzar. Creo que la gran lección que los políticos vascos pueden aprender de Agirre es que es posible, sin renunciar cada uno a sus legítimas convicciones políticas, llegar a consensos entre diferentes, como él quería para la construcción de la nación vasca.

-¿Está llevando adelante ese legado el actual lehendakari, Iñigo Urkullu, que es también jeltzale?

-Me consta, porque me lo ha dicho el propio Urkullu, que es un 'forofo' de Agirre. Ha leído sobre él y le tiene como un gran ejemplo de líder político. Por eso, en sus declaraciones públicas ha dicho más de una vez que el acuerdo que busca para el nuevo estatus político que pretende negociar con el Estado, sin rupturas, debería ser mayor que el que existe actualmente. Además, el mensaje de Agirre no vale solo para los nacionalista. El hecho de que hayamos presentado el libro en un acto de la Fundación Onaindia demuestra que sigue vivo el gran respeto que existía hacia su figura entre los socialistas.

FUENTE: DIARIO VASCO (Anton Iparragirre) 19 JUNIO 2014

ESPAÑA, EL CREPÚSCULO DE UN REY

FELIPE VI DE CASTILLA, PERO V DE ARAGÓN

Felipe V
El próximo jueves, el Congreso de los Diputados acogerá laproclamación del hijo de Rey Juan Carlos I como Felipe VI. Un nombre de larga tradición monárquica, vinculado a algunos episodios fundamentales para el devenir de la Corona de Aragón en general, y del Reino de Valencia en particular. Todavía hay localidades donde se guarda un recuerdo amargo de Felipe V de Borbón, responsable de la abolición de los fueros y la imposición del modelo jurídico, político y administrativo castellano. El ejemplo más conocido de esta inquina histórica –que no todos comparten– se encuentra en el Museo de Xàtiva, donde todavía se muestra el retrato del monarca boca abajo.

Desde que, en el siglo XIII, Jaime I conquistara Valencia a los musulmanes, el nuevo reino comenzó a compartir monarca con el resto de territorios de la Corona de Aragón (integrado por el Condado de Barcelona, los reinos de Aragón, Mallorca y Murcia, y más tarde los de Sicilia y Nápoles). Fue así hasta que Fernando el Católico (Fernando II de Aragón) contrajera matrimonio con Isabel I en 1469. Este enlace inicia un proceso de convergencia con Castilla que culminará con los Decretos de Nueva Planta, instaurados por Felipe V a principios del siglo XVIII.

Según explica el catedrático de Historia Medieval de la Universitat de València Antoni Furió, «en el matrimonio de los Reyes Católicos estaba muy claro quién era el rey de qué». De ahí que, a la muerte de Isabel, Fernando se ve obligado a retornar a Aragón, quedando la Corona de Castilla en manos de su hija Juana I (La Loca), que reina junto a su esposo Felipe I (El Hermoso) durante apenas unos meses, hasta la muerte de éste en 1506.

Su primogénito, Carlos I de España (y V de Alemania a través de la Casa de Austria), hereda de sus padres la Corona de Castilla (que jura en Valladolid en 1518), y de su abuelo materno la Corona de Aragón (por la que es proclamado el mismo año en Zaragoza). Es el primer monarca de la historia de España que une en una misma persona ambos títulos.

Austrias contra Borbones

El linaje de los Austrias continuó hasta Carlos III, pretendiente al trono de España contra Felipe V de Borbón en la Guerra de Sucesión (1701-1713). El primero contó con el apoyo de la Corona de Aragón, que quería proteger así la independencia de sus reinos, mientras que Castilla se puso de parte del aspirante borbónico, partidario del centralismo. Fue un conflicto bélico de dimensiones internacionales, que se zanjó con la victoria de Felipe V, y la consecuente abolición de los fueros.

A modo anecdótico, Antoni Furió recuerda además el hecho de que, «siendo rigurosos», el futuro Felipe VI lo sería de Castilla. En la Corona de Aragón le correspondería el título de Felipe V, puesto que el breve reinado de Felipe I en Castilla «descoordinó» la numeración asociada a su regio nombre a uno y otro lado de la Península.


FUENTE: ABC (Marta Moreira), 15 JUNIO 2014

EUSKADI BUSCA SU RELATO SOBRE ETA

Un guardia civil lleva a una niña tras el atentado contra la casa cuartel de Vic en 1991. / PERE TORDERA
A los dos años y medio del cese definitivo del terrorismo etarra, muchos se preguntan lo mismo que la madre de Jorge Diez Elorza, el ertzaina asesinado por ETA en febrero de 2000 junto con el dirigente socialista vasco Fernando Buesa, durante un acto de homenaje a las víctimas de aquel crimen: “¿Quién escribirá la historia? ¿Dejaremos que sean quienes mataron a Jorge los que la escriban? ¿Esas decenas de años serán recordadas como un tiempo de horror o de lucha heroica, como pregona el que fue entorno de ETA?”.

Para conformar un relato democrático, el Gobierno vasco ha encargado a un grupo de historiadores de la Universidad del País Vasco (UPV) que elaboren para final de año un dictamen sobre los últimos 50 años de la vida en Euskadi, marcada por el protagonismo del terrorismo etarra. La etapa analizada abarcará desde 1968, año en el que la banda cometió su primer asesinato, hasta hoy, un tiempo marcado por el cese definitivo de la violencia terrorista.

La iniciativa se une a otras, surgidas tras el cese definitivo de ETA, como el Plan de Paz y Convivencia del Gobierno vasco, el mapa de víctimas del terrorismo —en el que trabaja la asociación Covite—, un informe sobre víctimas policiales y otras iniciativas que confluirán en el Instituto de la Memoria.

 “No se puede pasar página sin más con el argumento de que hay que mirar hacia adelante”, señala Antonio Rivera, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco, exviceconsejero de Cultura del Ejecutivo socialista de Patxi López, y uno de los encargados de elaborar el dictamen. “El papel de los historiadores es evitar un cierre en falso. El terrorismo no ha sido el resultado de un conflicto entre vascos. Ha socavado las bases de la democracia. Ha habido un totalitarismo de ETA, que ha querido imponer su proyecto a la sociedad, y eso hay que dejarlo claro si queremos asentar la sociedad del futuro. Tenemos que dar una respuesta para las generaciones futuras a la interrogante de por qué pudo pasar lo que pasó”, sostiene.

Rivera forma parte del Instituto de Historia Social Valentín de Foronda, el centro adscrito a la UPV, responsable de elaborar el dictamen. El encargo del Ejecutivo vasco se formalizó a través de una enmienda a los presupuestos generales de la comunidad autónoma que fue presentada por el Partido Socialista de Euskadi y asumida y aprobada por el Ejecutivo del PNV, y que preveía la financiación necesaria para la elaboración del informe. En el proyecto trabajan fundamentalmente, junto a Rivera, el catedrático de Historia Contemporánea Luis Castells y los investigadores José Antonio Pérez y Raúl López Romo.

El dictamen, que pretende ser breve, por debajo del centenar de folios, se centrará en el impacto social del terrorismo en cinco etapas: dictadura (1968-1975), Transición (1976-1981), consolidación democrática (1982-1994), socialización del sufrimiento (1995-2011) yfinal de ETA, desde 2011 hasta hoy. Irá acompañado de relaciones bibliográficas exhaustivas, fondos audiovisuales, fotográficos y una base de datos actualizada que identificará a cada víctima y el tipo de comportamiento que desarrollaron la sociedad y las diferentes entidades (Administraciones, partidos) como protesta.

Rivera cree necesario hacer historia de los años de plomo. “Si la memoria es personal, los poderes públicos deben definirse sobre si en el País Vasco asistimos con el terrorismo de ETA a un movimiento de liberación nacional o a uno totalitario y a partir de ahí fijar las bases de la sociedad del futuro”, sostiene. “El que gane la batalla de la memoria, ganará la batalla de estos 50 años”.

Castells abunda en la necesidad de un relato común sobre la base de otras experiencias históricas: “El Holocausto en Alemania, la resistencia al Gobierno colaboracionista de Vichy en Francia o ante el fascismo en Italia constituyen hitos sobre los que se construyó una conciencia antifascista que contribuyó a que el terrorismo de los años setenta y ochenta (Baader-MeinhofBrigadas Rojas) fuera marginal”.

“Hay mucha literatura sobre ETA, pero no está articulada”, añade Rivera. “Lo que pretendemos es poner una pica en Flandes para proyectar todo un futuro de investigaciones como las que han desarrollado colectivos universitarios en lugares como Irlanda del Norte y que se echan en falta en nuestra universidad pública vasca. Aunque ha pasado poco tiempo desde el cese definitivo de ETA, ya es momento de empezar a hacer historia. La gente en el País Vasco quiere olvidarse del drama del terrorismo porque tardó mucho tiempo en reaccionar; reaccionó de manera masiva a partir de la segunda mitad de los años noventa, cuando todo el mundo se sintió amenazado por la estrategia de ETA de socializar el sufrimiento”.

Para Castells, la cifra de más de 800 víctimas mortales que ha provocado ETA da prueba de “la intensidad con que se vivió la violencia que generó ETA principalmente” y de “un terrorismo que ha dejado muchos traumas en su siniestro recorrido, de manera que sería propio de una sociedad abyecta e inmoral considerar que no ha ocurrido nada extraordinario en nuestra reciente historia”.

Un problema que se ha planteado en Euskadi y en Irlanda tras el final del terrorismo, a diferencia de lo ocurrido en Alemania, Francia o Italia tras la Segunda Guerra Mundial, es que “las formaciones políticas herederas de grupos terroristas tienen una sólida presencia parlamentaria”, señala Castells. “No se sale de una época traumática con una interpretación consensuada sobre lo que ha supuesto la violencia en nuestro país sino con varias visiones sobre el pasado y sobre la función desempeñada por organizaciones como ETA, que ha sido derrotada policialmente, pero no lo ha sido su discurso”.

Rivera explica que “ya sucedía en el pasado con las treguas de ETA que la izquierda abertzale subía espectacularmente en las elecciones. (...) Siempre tuvieron un apoyo social y yo añadiría que hoy la integración de Eusko Alkartasuna en Bildu-EH le ha abierto la puerta a las clases medias nacionalistas”, opina. “La violencia de los grupos terroristas parapoliciales o los abusos policiales hay que condenarla como vulneración de los derechos humanos, pero la violencia de ETA tiene la singularidad de responder a un proyecto político totalitario, de imposición a la sociedad vasca y, más allá de que su número de víctimas fue muy superior, ejerció un carácter troncal en el terrorismo en el País Vasco y fue quien marcó el inicio y el final de la etapa terrorista”.

Otra cuestión clave es si el recuerdo de los años de plomo puede ser negativo porque puede reabrir heridas y obstaculizar la convivencia. Castells considera que la izquierda abertzale debe realizar un reconocimiento autocrítico de su complicidad con ETA en el pasado para contribuir a una necesaria deslegitimación del terrorismo que ayude a cerrar las heridas. “Tiene muchas dificultades para hacerla porque supone reconocer el error de su trayectoria durante muchos años. Pero es el único camino”.

Las víctimas del terrorismo, finalmente, son otra clave de la historia. Todos coinciden en que los planteamientos de las víctimas del terrorismo son plurales y en la necesidad de que la izquierda abertzale haga un reconocimiento del daño causado, como antesala para la convivencia. A la par, consideran que los poderes públicos, instituciones y partidos, deben contribuir con su discurso a la convivencia sin buscar rentabilidad política del dolor de las víctimas.

FUENTE: EL PAÍS 13 JUNIO 2014

FELIPE VI (ESPECIAL EL PAIS)



EL PAIS dedica un especial al futuro rey Felipe VI. CLica en este ENLACE para acceder al mismo.

FUENTE: EL PAÍS 13 JUNIO 2014

DE LA DEMOCRACIA EN ESPAÑA (Juan Pablo Fusi)

EDUARDO ESTRADA
Cuando en el debate público se proponen o invocan cuestiones, conceptos, trascendentes —por ejemplo, República—, sin que paralelamente se oigan o análisis rigurosos o ideas sustantivas, hay serias razones para preocuparse. A la política —a toda política— hay que exigirle cuando menos seriedad, y desde luego, sentido del Estado y sentido de la historia: ignorar la historia del propio país —nuestra circunstancia más inmediata y urgente— es como carecer de derechos civiles. Más precisamente: para estar responsablemente en la vida pública española, en el debate nacional, hay que leer —conocer, estudiar— obligatoriamente a Cánovas, Ortega y Azaña. A Cánovas, como creador del Estado español contemporáneo; a Ortega, para plantearse España como preocupación histórica, como problema; a Azaña, para entender España ante todo como un problema de democracia.

Ortega y Azaña nos son particularmente cercanos. El Ortega de Vieja y nueva política, de España invertebrada (1921), el Ortega de la Asociación al Servicio de la República, pensaba que en España no había emoción nacional, que España era pura provincia, que la gran reforma que había que hacer era ésta: edificar una verdadera vida nacional, hacer una España nacional. Azaña entendía (Tres generaciones del Ateneo, 1930) que el Estado español contemporáneo era un Estado “inerme”, una “entelequia” que no iba más allá de las personas que lo dirigían. De ahí su gran ambición política: rehacer el Estado, construir un Estado nuevo, fuerte y verdaderamente nacional, como instrumento de la gran reforma —la misma tesis que Ortega— que España, en su opinión, necesitaba.

Ortega creyó hasta tarde que en España —un país al que creía “bajo el arco en ruina”— había que hacer la experiencia monárquica. Azaña entendió desde 1923, desde el golpe de Estado de Primo de Rivera, que desde el momento en que Alfonso XIII aceptó la dictadura, democracia en España había pasado a ser sinónimo de cambio de régimen, y a identificarse con República. La visión nacional de Ortega terminaría por bascular —por breve tiempo y por razones más profundas: por su idea de la política como instrumento de vertebración nacional, y su concepto de nación como un proyecto colectivo de vida en común— hacia posiciones, con todo, complementarias. En noviembre de 1930, en el artículo más resonante de la historia del periodismo político español, El error Berenguer, lo dejó dramáticamente claro: “¡Españoles —escribió—, vuestro Estado no existe! ¡ Reconstruidlo!”.

Todo lo cual no significa sino esto: o la República es igual a renacionalización del Estado o no es nada. Traída por hombres seriamente ocupados en su país —Azaña, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Prieto… (que luego errasen, incluso gravemente, si se quiere, es otra cuestión)—, la Segunda República fue lo contrario de un movimiento de protesta callejero. Azaña, el político que encarnó el régimen republicano, fue un hombre de profundo sentido de lo español. En Azaña no alentó otra preocupación que España, su atraso moral y material, la anemia de su vida pública, la ausencia de ideales nacionales. La República era, para él, la encarnación del ser nacional, el sistema que al devolver las libertades a los españoles (en las que incluía las libertades de sus pueblos históricos y en primer lugar de Cataluña, pero sobre dos principios incuestionables: unidad constitucional y preeminencia del Estado), devolvería a España la dignidad nacional. Con inmensas dificultades y con errores indudables, Azaña y sus colaboradores plantearon la reforma agraria, y el reparto de tierras para los campesinos; reformaron el Ejército; quisieron limitar la influencia de la Iglesia y promover una educación laica; e iniciaron la rectificación del centralismo del Estado mediante la concesión de la autonomía a Cataluña (1932) y la aceptación, con reservas y extraordinaria prudencia, del principio de autonomía para las regiones. Esto es, pensaron y vivieron la República como un gran proyecto nacional (la rectificación de la República que Ortega exigió en diciembre de 1931 nació, precisamente, de que desde su perspectiva, la República, “tal vez sin culpa de nadie”, había derivado en poco más que un comité revolucionario. Ortega iba a reclamar lo que siempre había reclamado: hacer de España una verdadera nación, lo que ahora llamó “la nacionalización de la República”).

Por eso que dijera más arriba que la República o es un gran proyecto nacional o no es nada. Con un problema añadido: que la democracia de 1978 fue ya, y lo sustancial de ella sigue plenamente vigente (democracia constitucional, Monarquía parlamentaria, Estado social de derecho, Estado de las autonomías con nacionalidades y regiones), fue ya, repito, un gran proyecto histórico. La democracia de 1978 fue nada menos que la respuesta al gran problema político de la España contemporánea, al problema de la democracia que obsesionara a Azaña, problema materializado en el gravísimo ciclo de cambios de estado y de régimen que jalonó la historia del país en el siglo XX: Monarquía alfonsina, dictadura de Primo de Rivera, Segunda Répública, levantamiento militar de 1936, Guerra Civil, dictadura de Franco. El restablecimiento de la democracia en España, la Transición, fue posible, como se sabe, por muchas razones: por los cambios económicos y sociales que España experimentó desde los años sesenta; por el contexto internacional; por la necesidad de la nueva Monarquía (Juan Carlos I) de dotarse de legitimidad propia y democrática; por la voluntad de la oposición antifranquista y del reformismo del régimen franquista de impulsar un nuevo comienzo colectivo en el país. Con el rey Juan Carlos al frente del Estado, España se transformó, de forma inesperada y sorprendente (lo que no quiere decir que el proceso no tuviera limitaciones, contradicciones y muy graves problemas), en una democracia plena y progresiva. Se acertó plenamente, sin duda, en el hombre, Suárez, y en el procedimiento, una reforma desde la legalidad anterior.

Ello había requerido un cambio histórico esencial, extraordinario: nada menos que la reinvención de la democracia. Junto a muchos otros hechos decisivos (la ruptura de Don Juan de Borbón con el régimen de Franco; la lucha clandestina de la oposición; la rebelión de los estudiantes; las huelgas obreras; la aparición de ETA; los problemas con la Iglesia), la reinvención de la democracia fue la gran obra histórica, la gran hazaña, del pensamiento liberal y democrático español (que supo construirse bajo, y contra, el franquismo, pequeños pero admirables ámbitos de libertad: publicaciones, círculos y centros de estudios políticos y sociales, etcétera). Por resumir: desde los años sesenta, el pensamiento español no haría ya metafísica del ser de España, como habían hecho y con indudable acierto la generación del 98 y tras ellos Ortega, Azaña, los hombres de la generación del 14 y los intelectuales que prolongaron sus ideas y pensamiento. El pensamiento español —parte del mismo, obviamente—, esto es, la ciencia política, la sociología, el derecho, el pensamiento económico, la propia historiografía, iba a hacer ahora algo verdaderamente sustantivo: proporcionar los instrumentos de análisis para la reconstrucción de la democracia en España tras la dictadura de Franco. Desde entonces, democracia no iba a ser igual a República. Democracia era igual a partidos políticos, elecciones, sufragio universal, autonomía para las regiones, reconocimiento de la realidad particular de Cataluña, País Vasco y Galicia, sindicatos libres, europeísmo, libertades y derechos fundamentales (de prensa, huelga, reunión, manifestación, opinión), Estado de bienestar, economía de mercado y amplio acceso a todos los niveles de la educación.

El cambio tuvo mucho de paradójico. Para la democracia, la Monarquía fue en España, en 1931, el problema; y en 1975, la solución. El historiador Hobsbawm pudo decir con razón en 2011 que la Monarquía había sido un marco solvente para el liberalismo y la democracia en lugares como Holanda, Bélgica, Gran Bretaña y, añadía, como España. Por eso que reabrir la cuestión Monarquía-República parezca, ante todo, un error. Peor aún: un error innecesario.

Juan Pablo Fusi es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid

FUENTE: EL PAÍS 11 JUNIO 2014


¿ES IMPORTANTE LA ABDICACIÓN DEL REY? (Francesc de Carreras)

En los últimos tiempos, muchos opinaban que el rey Juan Carlos debía retirarse y dar paso a su hijo. Tras la abdicación, otros, quizá los mismos, o bien consideran que debe celebrarse un referéndum sobre la alternativa Monarquía / República como forma de Estado, o bien sostienen que el futuro Felipe VI debe ser capaz de solucionar todos los problemas de nuestro país. Antes de que nos machaquen el cerebro con tan geniales ideas quizá deberíamos aclarar otras más fundamentales. Veamos.

En España la Monarquía no es una forma de Estado. Tal como dice el artículo 1 de la Constitución (CE) “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho”: ésta es nuestra forma de Estado. Las formas de Estado se determinan por dos factores: quién es el titular originario del poder —quién es el sujeto de la soberanía— y cuál es el modo de ejercerlo. En nuestra Constitución el titular de la soberanía es el pueblo español —el poder constituyente— y el poder se ejerce de acuerdo con los principios del Estado de derecho, establecidos en el artículo 9 CE, y desarrollados en el resto de la Constitución y del ordenamiento jurídico.

En otras épocas la Monarquía fue una forma de Estado, ya que el rey o bien era el sujeto único de la soberanía —en el Estado absoluto—, o bien compartía esta soberanía con el Parlamento. Esto último sucedía en las monarquías constitucionales del liberalismo moderado europeo, entre ellas las nuestras. En estos supuestos, República y Monarquía eran términos opuestos: la primera era democrática y la segunda, no. La proclamación de la República el 14 de abril de 1931 significó el triunfo de la democracia en España porque la Monarquía no era democrática.

Sin embargo, la Monarquía parlamentaria como “forma política” de Estado, según la define en España el artículo 1.3 CE, es algo muy distinto. No es una forma de Estado, sino de Gobierno. Para configurarla debemos combinar tres componentes: los poderes del rey, sus funciones y el contexto institucional en el que opera.

Vayamos a lo primero: los poderes. El rey (o reina), titular de la Corona, un órgano constitucional, ejerce de jefe del Estado con una característica esencial: no tiene poderes políticos sustantivos, sino sólo poderes formales, es decir, no puede imponer su voluntad a nadie, con lo cual, en lógica correspondencia, de sus actos políticos son responsables quienes los refrendan, en general, el presidente del Gobierno. Por tanto, la Corona no tiene Poder Legislativo, ni Poder Ejecutivo, ni Poder Judicial, es decir, no puede dictar ni leyes, ni reglamentos, ni actos administrativos ni sentencias. En un Estado de derecho esto implica no tener poder.
Ahora bien, en segundo lugar, como jefe del Estado, además de estos poderes formales sin contenido sustancial, el Rey ejerce también funciones relacionales de un mayor calado. Por un lado, según el artículo 56.1 CE, es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado: de ahí derivan sus facultades de relación con otros Estados de la comunidad internacional. Cuando una autoridad de otro país habla con el Rey está tratando con la más alta representación permanente del Estado español, no con un gobernante cuyo mandato es circunstancial, pues deriva de unas elecciones.

Por otro lado, ejerce también la muy importante función interna de reinar: “el rey no gobierna, pero reina”, solía decir el profesor Jiménez de Parga, matizando significativamente la conocida frase de “el rey reina, pero no gobierna”. Reinar es, pues, importante: consiste en ejercer la función arbitral y moderadora en el funcionamiento regular de las instituciones que al Rey le asigna el artículo 56.1, dado que es el único órgano constitucional que puede ejercer tal función debido a su posición neutral, no dependiente de elecciones ni de partidos.

Pero ¿qué significa arbitrar y moderar? El británico Bagehot, en la segunda mitad del siglo XIX, decía que significa “advertir, animar y ser consultado” por los representantes de las demás instituciones. Tomás y Valiente puso al día esta fórmula clásica refiriéndose a la actual Corona española: “El Rey, en el ejercicio de su función arbitral, puede (…) escuchar, consultar, informarse; puede, después, recomendar, sugerir, instar, aconsejar, moderar. No puede decidir por sí solo [pero sí conjugar éstos y otros verbos] con discreción y prudencia”. Por tanto, junto a poderes simplemente formales, la Corona tiene también importantes facultades relacionales imprecisas, pero efectivas.

Vistos estos poderes y funciones, analicemos, en tercer lugar, la posición de la Corona en el contexto de nuestra forma de gobierno parlamentaria. Tal forma de gobierno se define por dos características: primera, una relación de confianza entre el Parlamento y el Gobierno; segunda, la responsabilidad política del Gobierno ante el Parlamento. Veamos ambas.

Por un lado, los ciudadanos eligen mediante sufragio a los diputados del Congreso que, por mayoría, designan a un presidente del Gobierno, el cual escoge su Consejo de Ministros. Por otro lado, este presidente es políticamente responsable ante quienes le han elegido y, en consecuencia, los diputados, por mayoría, pueden destituirlo. Lo relevante, a nuestros efectos, es que el Rey no interfiere para nada en estos procesos: los protagonistas son los ciudadanos que votan, los diputados que eligen o destituyen al presidente y éste que designa al Gobierno. El Rey se limita a ejercer actos formales sin condicionar su contenido.

Llegamos, por tanto, a la conclusión. ¿Qué es nuestra Monarquía parlamentaria? Una forma de gobierno parlamentaria, como podría ser una República, con una Jefatura del Estado monárquica. Es decir, un Gobierno elegido indirectamente por los ciudadanos y un Rey que, en cambio, accede al cargo de forma mecánica por sucesión hereditaria. La combinación de ambos elementos no sería democrática si el Rey tuviera poderes. Pero como no es así, la fórmula resultante es perfectamente democrática: el poder sólo reside en el pueblo.

¿Cuál es la diferencia entre una República democrática y una Monarquía democrática? Que en la República el jefe del Estado es elegido —directa o indirectamente— por el pueblo: en unos Estados tiene muchos poderes, como es el caso de los sistemas presidenciales (por ejemplo, EE UU), en otros algo menos (como en Francia), en unos terceros apenas nada (como en Italia o Alemania). En las monarquías parlamentarias el jefe del Estado no es elegido por el pueblo, pero no tiene poderes. Por ello nuestra Monarquía parlamentaria no es menos democrática que una República con el mismo carácter. Como también son democráticas las monarquías sueca, danesa, noruega o británica. Se puede desear que España se convierta en República, pero no en nombre de la democracia: la Monarquía parlamentaria ya es democrática.

De este extenso planteamiento deducimos con facilidad la incógnita que plantea el interrogante del título: ¿Es importante la abdicación del Rey? No hay una respuesta taxativa. Por un lado, al carecer de poderes políticos, al nuevo Rey no se le puede pedir que resuelva él solo los arduos problemas del presente que son responsabilidad de las instituciones políticas y de los partidos que las dirigen. Pero, por otro lado, el Rey ejerce en nuestro sistema constitucional amplias funciones relacionales y de su autoridad —de su auctoritas, ese viejo concepto romano— dependerá un ejercicio eficaz de las mismas.

Éste será el primer reto de Felipe VI: ganarse la auctoritas, que no es tener poder, sino suscitar confianza. Juan Carlos I la obtuvo impulsando la democracia en la Transición, derrotando a los golpistas y actuando después de acuerdo con la Constitución. El todavía príncipe Felipe se encuentra en circunstancias muy distintas, menos épicas aunque también complicadas. En los próximos meses debe demostrarnos que es capaz de navegar con discreción entre los escollos mediante las sutiles funciones que tiene asignadas.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional y autor del libro Paciencia e independencia, publicado recientemente.

FUENTE: EL PAÍS 10 JUNIO 2014