EVA VÁZQUEZ |
La famosa frase de Adolphe Thiers “el rey reina, no
gobierna” se ha convertido en un eslogan clásico de la Monarquía parlamentaria,
después de que su autor la utilizara en el siglo XIX para destruir a Carlos X
de Francia, cuyas tendencias absolutistas concluyeron con su destronamiento.
Pero si el rey no gobierna (“no administra”, añadía Thiers en su alegato)
efectivamente reina, lo que quiere decir que no es un muñeco ni un robot, que
tiene un papel en la representación del Estado y que sus actos, tanto como sus
omisiones, comprometen a este. O sea que es comprensible el aluvión de
comentarios de todo género que ha suscitado el discurso de aceptación de la
Corona.
Llama la atención lo satisfechos que se muestran algunos de
que Felipe VI haya asumido públicamente su condición de monarca constitucional,
cuando no podía ser de otra forma, o la actitud de aquellos que aclaman la
neutralidad de sus palabras respecto a las fuerzas políticas, lo que no es del
todo exacto, habida cuenta de que es el Gobierno quien redacta o cuando menos
supervisa, y autoriza, las palabras del Rey. Este naturalmente, como todo aquel
que ejerce un cargo, tiene además limitada su libertad de expresión por el
ejercicio de su propia responsabilidad, pero eso no quiere decir que no pueda
decir lo que piensa con emoción y sentimiento, como lo hizo al referirse a su
madre, ni que deba inhibirse en todo momento de señalar lo que a su juicio son
cuestiones clave de la convivencia nacional. Por eso es tan de lamentar que en
su primera intervención como monarca, cuando se está anunciando un acercamiento
de la Corona a los ciudadanos, se limitara a hacer un discurso políticamente
correcto en el que las palabras que mejor indican las preocupaciones de estos,
corrupción y paro, no fueron ni siquiera pronunciadas.
Dentro de la más estricta legalidad constitucional y
neutralidad respecto a los partidos, el nuevo monarca podría haberse referido a
la disposición de nuestro país a trabajar por la paz en un mundo en el que
proliferan los conflictos bélicos; podía haberse erigido en defensor de las
libertades constitucionales, a comenzar por la de expresión; haber anunciado su
compromiso con el ejercicio de los derechos humanos, en referencia a los abusos
contra los inmigrantes, e incluso podía haber citado a su padre cuando este
recordó solemnemente la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. También,
¿por qué no?, podía haber sido más explícito en lo que se refiere a los
derechos de la mujer en nuestro país, dada la circunstancia de que si naciera
un varón de su matrimonio, la princesa de Asturias sería desplazada por su
hermano en la prelación sucesoria al trono, un hecho absolutamente
contradictorio con las promesas de modernización de la Monarquía. En
definitiva, podía haber hecho un discurso para la Historia y no haberse
limitado a rellenar un formulario de buenas intenciones. Estoy seguro de que
así habría sido si, además de tener presente que el rey no gobierna, alguien le
hubiera hecho notar que, cuando menos, reina.
En las democracias modernas las
Monarquías parlamentarias solo tienen sentido si son útiles a la convivencia
política. Esta es una reflexión que tuve muchas veces oportunidad de escuchar
al propio don Juan Carlos que, en su caso, se esforzó como nadie para que sus
actos fueran coherentes con sus pensamientos. Suele decirse que los españoles
no son monárquicos, y que no lo han sido durante los últimos 40 años, pero sí
juancarlistas en virtud de los servicios que el rey que ha abdicado prestó a la
restauración de la democracia. Restauración, por cierto, que en realidad fue
una instauración, habida cuenta de nuestra azarosa relación histórica con las
libertades. Felipe VI tiene, pues, que demostrar su utilidad, y la de la
institución que encarna, en momentos muy difíciles para el prestigio de la
democracia representativa y en los que los perfiles y capacidades del Estado
nación se difuminan en medio de la oleada globalizadora. Por muy buen equipo
del que se rodee, y por muchas que sean sus habilidades, no le será fácil
conseguirlo si continúan creciendo los sectarismos que pretenden identificar a
la Corona con el programa político de la derecha y a la República con el
ensueño utópico de la izquierda.
La variedad de chapuzas, legislativas y de todo género, con
las que el partido en el Gobierno, arropado ampliamente por los de la
oposición, ha abordado el proceso abdicatorio ponen de relieve que frente a las
declaraciones de normalidad institucional que se han hecho descuellan
indudables síntomas de debilidad del edificio político construido durante la
Transición. Hace más de un año que este periódico publicó un decálogo de
reformas necesarias para defender la continuidad constitucional, hoy amenazada
por la desafección ciudadana y las revueltas nacionalistas. Entre las medidas
solicitadas estaba la necesidad de un Estatuto de la Corona que reglamentara el
ejercicio de esta, sus deberes y responsabilidades, sus privilegios y límites.
La pasividad de las fuerzas políticas al respecto ha derivado ahora en un
espectáculo de improvisaciones incomprensibles en las que ni siquiera los
diputados europeos recién electos fueron invitados a la recepción en homenaje
al nuevo rey. Las detenciones de manifestantes que apoyaban a la República, la
recomendación policial de no lucir la bandera tricolor en los balcones o de no
enarbolarla en lugares públicos, además de vulnerar las libertades de expresión
y manifestación, ponen de relieve los temores del Ministerio del Interior a que
el ejercicio de los derechos constitucionales desluciera la toma de posesión de
un rey que lo es precisamente gracias a la Constitución. La propia ausencia de
dignatarios extranjeros en el acto de proclamación, en virtud de un cínico
reclamo de austeridad, ha servido para encerrar de nuevo mediáticamente a este
país en un gueto político, al tiempo que se pretendía proclamar solemnemente el
papel de España en el mundo. Parecía como si el régimen supiera de sus
debilidades, pero tratara de ocultarlas antes que de vencerlas. La derrota
estrepitosa de nuestra selección de fútbol causó más expectación e interés en
los medios internacionales que los fastos del Congreso.
Las élites gobernantes de este país
pueden seguir mirando para otro lado todo el tiempo que quieran, pero las
instituciones emanadas de la Constitución de 1978 pasan por serias dificultades
y pueden verse amenazadas si no se emprenden cuanto antes las reformas
precisas. La Monarquía era una de las que más aprecio contaba entre los
ciudadanos hasta que la corrupción involucró al yerno, y quién sabe si también
a la hija del monarca. La abdicación del Rey ha sido una respuesta tan lúcida
como arriesgada a quienes demandaban cambios, pero no resultará suficiente si
no viene acompañada de otras medidas. Quizá el Gobierno siga creyendo que todo
se solucionará si promete bajar los impuestos y disminuye la prima de riesgo
porque alguien se atreva a decir, remedando la pancarta electoral de Bill
Clinton, que la respuesta “es la economía, estúpido”. Pero en los tiempos que
se avecinan se trata sobre todo de la política.
Quien fuera presidente del Tribunal Constitucional y
ministro del Gobierno de Suárez, Manuel Jiménez de Parga, publicó hace años un
artículo, con el mismo título que encabeza este, en el que pretendía analizar
en qué consistía el papel moderador del “funcionamiento regular de las
instituciones” que la Constitución atribuye al Rey. Evocaba al hacerlo una
frase del periodista liberal francés Prévost-Paradol, contemporáneo de Thiers,
referida al papel del monarca-árbitro: “Colocado por encima de los partidos, no
teniendo nada que esperar o temer de sus rivalidades y sus vicisitudes, su
único interés, como su primer deber, es observar vigilantemente el juego de la
máquina política con el fin de prevenir todo grave desorden. Esta vigilancia
general del Estado debe corresponder al árbitro”. Muchos estarán de acuerdo en
que estamos en vísperas de un grave desorden en el funcionamiento de la máquina
política si no se ataja a tiempo, y se orienta con lucidez, la deriva
independentista en Cataluña. A este respecto, de nada valen los lugares comunes
sobre la unidad y diversidad de España. Estamos ante un problema institucional
que demanda respuestas institucionales. Exactamente lo que expresó Artur Mas
tras la proclamación del Rey cuando dijo esperar alguna iniciativa de este al
respecto, y por lo que ha sido, al margen cualquier otra consideración,
injustamente criticado. Ojalá el príncipe de Girona se muestre sensible a la sugerencia.
Y demuestre la utilidad de un rey que no gobierna, pero reina.